La política es, en el fondo, una combinación de dos factores: realidad y discurso, en tanto que la realidad se constituye discursivamente. Cuando hablamos de izquierda o derecha nuestra mente asocia esos conceptos a ciertos significados. La derecha suele relacionarse con lo técnico, lo económico, la conservación de lo tradicional, la racionalidad y, más importante que nada, con la libertad individual. La izquierda trae a la cabeza los conceptos de justicia, idealismo, revolución, solidaridad, corazón.

En esta batalla de significados, el primer problema para la izquierda lo describe una frase falsamente atribuida a Winston Churchill: “si no eres de izquierdas a los veinte años es que no tienes corazón, si lo eres a los cincuenta es que no tienes cerebro”. La izquierda tiene algo de amor de verano: intenso y pasajero. Pero cuando se acaba el amor –siempre se acaba– muestra su verdadera cara, y aparece lo burocrático, la regulación, lo gris.

Vivimos en sistemas liberales construidos bajo la fórmula de estados nación en el ejercicio de democracias representativas. El peso de estos significados –imaginemos unas bolsas llenas con esos conceptos– está principalmente en manos de los partidos políticos, que actúan como agentes de esos valores. La idea principal de la izquierda –que la derecha no tiene– es la igualdad: en una sociedad lo más justa posible, las personas deben tener las mismas posibilidades. La forma en la que la izquierda –en su variante socialdemócrata– defendió la igualdad tras la segunda Guerra Mundial fue el Estado del Bienestar. Un modelo basado en una cierta redistribución de la riqueza y en garantizar un sistema público, horizontal y universal de educación, de salud y de pensiones. A la socialdemocracia europea le fue bien. En tanto que la izquierda fue capaz de adjudicarle un correlato material, la igualdad le bastó para competir con la libertad esgrimida por liberales y conservadores.

La globalización, la tercera vía y la crisis económica hicieron trizas la herencia socialdemócrata, que durante la recesión no ha se ha distinguido de gobiernos liberal-conservadores

Los procesos de globalización, el giro ideológico de la tercera vía británica y la irrupción de la crisis económica hicieron trizas la herencia de la familia socialdemócrata. Durante la recesión económica, esa alternativa no ha se ha distinguido de los gobiernos liberal-conservadores de turno. Un ejemplo paradigmático de ello es la reforma del artículo 135 de la Constitución española bajo el gobierno de José Luis Zapatero.

La incapacidad de la socialdemocracia contemporánea para ofrecer un horizonte de justicia y seguridad para sus ciudadanos se evidencia en los países golpeados por la crisis. Tres ejemplos que no se entenderían sin la descomposición de la familia socialdemócrata: la victoria de Syriza en Grecia, la irrupción de Podemos en España, o la victoria de Macron en Francia. En España, Francia, Italia o Grecia, el modelo de nueva socialdemocracia surgido en la década de los 90 del siglo pasado es aún hoy incapaz de frenar los vientos de un capitalismo que ahonda las desigualdades globales y nacionales, desamparando inexorablemente a quienes prometió proteger.

La otra izquierda, aquella que con todo el peso de su tradición se llama orgullosamente radical, sufre de otra patología: renunciar al deseo de libertad. Libertad es quizás el significante político más importante que existe. Libertad es el concepto que el liberalismo capturó hace mucho tiempo y al que renunció la izquierda.

La otra izquierda, aquella que con todo el peso de su tradición se llama orgullosamente radical, sufre de otra patología: renunciar al deseo de libertad

En tanto que la realidad obedece a unas lógicas en que la constitución material de las cosas define los límites del mundo, la realidad psicológica y la posmaterial quedan en un segundo plano. Pero no porque la libertad se encuentre en la esfera de lo discursivo debe ser desechada, menos aún cuando la libertad puede tener un correlato discursivo con la materialidad. Es más, la izquierda como tal no debería renunciar a ella. ¿Por qué no habla, pues, por ejemplo, de libertad de oportunidades? Podemos ser libres en cuanto tengamos un techo donde dormir por la noche; tendremos la oportunidad de ser libres si la buena educación de nuestros hijos no depende de nuestra condición socioeconómica. Podremos ser libres si tenemos tiempo para serlo en lugar de estar subyugados por los designios del mercado laboral.

¿Por qué la izquierda renuncia al deseo de la propia emancipación? Nuestro propio deseo, el de nuestra propia singularidad, sin obedecer a la voluntad del Uno: sea éste un partido, un Estado o “un sol poble”. Hablamos de la oportunidad de ser libres, porque si al final lo somos o no, dependerá de nosotros mismos. No hay nada más contrario a dicho sentimiento que la homogeneización de la singularidad que transpira una izquierda cuya vista parece a veces fija en las sobras de antaño y no se atreve a imaginarse de nuevo. Bien saben los heterodoxos que hay que dejar de ser para ser más.

El desprecio de cierta izquierda hacia la libertad sólo se entiende desde la pretenciosidad de utilizar un marco conceptual hegemonizado por la derecha; la incapacidad de la izquierda socialdemócrata de actuar acorde con los ideales de igualdad se debe a que… ya hace tiempo dejó de ser de izquierdas. Pero la política es también la capacidad de imaginar nuevos futuros de prosperidad que interpelen la sociedad. Y sin apelar a la libertad, la igualdad remite a la repetición y no a la emancipación.

Guillem Pujol es Politólogo y doctorando en Filosofía en la UAB. Editor de Finestra d'Oportunitat y colaborador de BCNMÉS