Una de las mutaciones más significativas de lo que está pasando, es el retorno de algunos desprecios clásicos que, durante un corto tiempo, parecían caducados. Lo comentaba el otro día con el querido Josep Costa, compañero de viejas cuitas que, como yo misma, ya las ha visto de todos los colores.

En los años del desierto, cuando los independentistas éramos poca gente, los catalanes "de orden" (es decir, los catalanes conformados con el régimen español, fueran de derechas, de izquierdas o medio pensionistas), nos consideraban unos freaks soñadores que no despertaban más interés que el propio del exotismo. Éramos los ilusos de toda familia de bien, más entrañables que peligrosos, porque, cuando el independentismo era minoritario, incluso parecía simpático. Recuerdo perfectamente la mirada de suficiencia de los catalanitos "serios", cuando yo pronunciaba algún discurso independentista en el Congreso, con una conmiseración perdonavidas que basculaba entre el paternalismo y el desdén. Al fin y al cabo, servidora solo era una utópica arrebatada —aquello que ahora llaman hiperventilada—, y ellos unos posibilistas responsables. Hay que añadir que en las Españas también hacía gracia una pequeña dosis de relato indepe, porque daba "color" a la inconmensurable bondad de la democracia española.

Pero aquello que era digerible en minoría se convirtió rápidamente en la manzana de la discordia cuando se convirtió en una mayoría viable, determinada y efectiva. Y entonces los independentistas ya no éramos utópicos, ni ilusos, porque tampoco éramos ya inofensivos, sino la fuerza ciudadana que ha hecho el envite catalán más importante que ha sufrido España jamás. A partir de aquel momento, aparte de la represión política, económica, policial y judicial, nos cayó encima todo el catálogo del despropósito verbal: campañas de descrédito, difamaciones, comparativas con ideologías totalitarias, en definitiva, barbaridades de todo tipo con la única intención de degradarnos y segregarnos del resto de catalanes. Si en minoría, el mundo catalanito se dividía entre utópicos y posibilistas, en mayoría la división se marcó entre peligrosos y salvadores.

Aquellos que nos mantenemos fieles al mandato del Primero de Octubre, volvemos a ser los tarambanas ilusos, los arrebatados inocuos, los hiperventilados que no iremos a ningún sitio

Pero esta es la crónica de antes, y de antes del antes, cuando el Primero de Octubre marcó a fuego el calendario de nuestra historia. Parecía que había cambiado definitivamente el relato público, en la medida en que había cambiado el paradigma del país. Parecía… pero no contábamos con la rendición completa de una parte importante del independentismo, tan subyugada al statu quo represivo, que ha enviado Catalunya a la papelera de un autonomismo hortera, acobardado y falto de toda ambición. No recuerdo, desde los inicios de la autonomía, un tiempo peor, más patéticamente mediocre. Y aquí está la clave del retorno al viejo discurso que comentaba al principio: nuevamente, aquellos que nos mantenemos fieles al mandato del Primero de Octubre, volvemos a ser los tarambanas ilusos, los arrebatados inocuos, los hiperventilados que no iremos a ningún sitio. Se recuperan, pues, los viejos adjetivos que nos dedicaban los convergentes y los socialistas, solo que ahora lo hacen desde filas republicanas. Los Aragonès, Junqueras y el resto del grupo son los nuevos sensatos, posibilistas, pragmáticos y etc. de la política catalana, eufemismo políticamente correcto para definir a los que sencillamente se han rendido.

Es en este contexto que se explica un hecho que, después de la gesta del Primero de Octubre tendría que ser inimaginable: que aquellos que se mantienen coherentes con el proceso vivido, pasan a ser los tontos. El caso de la causa en el TSJC contra la Mesa del Parlament es de manual: el único comportamiento coherente ha sido el de Josep Costa, que ha denunciado la farsa de un juicio político, se ha plantado ante el tribunal y no ha aceptado la lógica impuesta por la represión. Mientras otros callaban, otorgaban y agachaban la cabeza, él ha recordado que ningún tribunal puede impedir un debate parlamentario, que el mandamiento del Parlament surge de los votantes y que al fin y al cabo era una indecencia judicial. ¿Cómo es posible que se considere "normal" que se juzgue a unos diputados por permitir que, en un parlamento, se debata una propuesta? Y sin embargo, quien lo ha denunciado resulta que es el iracundo.

Costa ha actuado como catalán, es decir, mentalmente ha dejado de ser español, y por eso no se deja arrastrar por la rueda que impone el régimen. Este hecho, que entra en la lógica de un pueblo que se alzó, luchó y se enfrentó a todo un Estado para poder votar, ahora resulta que es la expresión de un arrebatado tarambana. Es decir, un freak. Es decir, un radical. Es decir, un hiperventilado.

Es decir... quizás... sí... es decir, un hombre libre.