No me gustaría estar en el pellejo de José Manuel Franco, actual delegado del Gobierno en Madrid, porque si bien la imputación que se le realiza carece de cualquier sustento, no solo jurídico sino también fáctico, nada ha impedido que se vea arrastrado a un juzgado por hechos que no son delictivos y sobre los que ninguna responsabilidad tiene.

Ahora bien, si hay algo que con este caso ha comenzado a quedar claro, más allá de Catalunya, es que el lawfare existe, que es practicado por determinados sectores de la judicatura y policía española, que se puede volver contra cualquiera, que solo busca beneficiar políticamente a los de siempre y que, como mínimo, Pérez de los Cobos no es el héroe que nos han hecho creer.

Sí, lo que se está haciendo contra el actual gobierno español es un caso típico e incipiente de lawfare, que no nos quepa duda alguna y, además, entre todos tenemos que combatirlo. Dicho esto, no es mal momento para, además, reconocer que lo que se lleva haciendo en contra del independentismo, en contra de quienes en él destacan e incluso en contra de quienes técnicamente les defendemos también lo es y ya no de forma incipiente.

En cualquier caso, y una vez elegido el objetivo, el lawfare se implementará mediante el uso de alguno o algunos de los siguientes métodos:

  • investigaciones prospectivas (aquellas que sin centrarse en hechos concretos lo hacen en personas determinadas),
  • exacerbación o abuso de los tipos penales (es decir, calificar hechos no constitutivos de delito alguno como si lo fuesen),
  • utilización de informes absurdos y basados en falsedades o en simples manipulaciones (como los ya famosos de Tácito bajo las órdenes o mediante coordinación por parte de Pérez de los Cobos),
  • aparición de documentos sospechosamente oportunos para justificar las imputaciones (agendas, informes inexistentes, contabilidades en Excel de dudoso origen, etc.)
  • uso de medios técnicos para entrar en la privacidad, intimidad y secreto de las comunicaciones de las víctimas (es decir, escuchas telefónicas, ambientales, localizadores, rastreos de mails, etc., tanto legales como ilegales)
  • aparición de testimonios interesados, premiados o comprados (personas que en su desesperación y por miedo son capaces de decir cualquier cosa e incriminar a quien haga falta de lo que sea necesario), y
  • pertenencia, cercanía o relevancia dentro de un determinado sector o movimiento político (ser objetivo político aun cuando la víctima no sea un político).

Pero no basta con todo esto y más, también es imprescindible la participación de algún juez dispuesto a adentrarse en tan peligroso como ilegal juego… unas veces solo y otras en compañía de algún ambicioso o sobremotivado fiscal.

Si todos los demócratas compartimos que el lawfare es un grave atentado contra los principios básicos de cualquier democracia, entonces, ¿dónde estaban muchos cuando esta nefasta práctica se dirigía contra vascos, catalanes y tantos otros que la padecemos?

Varios de estos elementos se dan en el caso del delegado del Gobierno en Madrid, no tengo dudas al respecto, pero también se dan en otros muchos casos que hemos visto, vivido y sufrido recientemente. Mi duda es, si todos los demócratas compartimos que el lawfare es un grave atentado contra los principios básicos de cualquier democracia, entonces, ¿dónde estaban muchos cuando esta nefasta práctica se dirigía contra vascos, catalanes y tantos otros que la padecemos?

Las respuestas a este interrogante pueden ser múltiples y muy variadas, pero, en todo caso, no se trata de recriminar a nadie sino de identificar un problema común, un ataque a la democracia y responder de manera conjunta y contundentemente para impedir que este tipo de atentados se reproduzcan, consoliden y terminen logrando sus antidemocráticos objetivos.

Combatir el lawfare, allí donde se produzca, y con independencia de contra quién puntualmente vaya, es una necesidad democrática y una obligación de todos aquellos que se definan e identifiquen como demócratas. Da lo mismo quién sea la víctima, porque, en realidad, al final, lo somos todos, ya que ataca la esencia misma del sistema del que nos hemos dotado arrastrándonos a un totalitarismo, aunque sea de rostro amable, que unos añoran, pero muchos tememos.

Cuando de lawfare se trata, no podemos distinguir entre víctimas buenas y víctimas malas, entre quienes supuestamente se lo merecen y quienes no, entre si quien la practica es de nuestra cuerda o de la opuesta. Ni podemos ni debemos hacer distinción alguna porque, entonces, nos estaríamos haciendo cómplices de tal forma de actuar.

Igualmente, hemos de asumir que si quienes nos oponemos a el lawfare por convicciones democráticas, quienes lo practican lo hacen justamente por las convicciones opuestas y, por tanto, resulta inasumible plantearse que alguien que participa de acciones de lawfare lo hace en unos casos sí y en otros no. Ser demócrata es una actividad y un compromiso a tiempo completo.

No estamos ante un hecho ni aislado ni puntual, sino ante una forma de entender cómo ha de funcionar España

Básicamente, no es asumible que quien está pretendiendo acabar con el gobierno central mediante el uso de los mecanismos propios del lawfare ahora no son demócratas, pero sí que lo eran cuando perseguían a vascos, catalanes y otras gentes del montón. La verdad, nunca han sido demócratas y sus actuaciones han de ser revisadas bajo ese prisma con las consecuencias que ello conlleve.

Nadie se acuesta demócrata y se levanta no siéndolo. Si la actuación llevada a cabo en contra del delegado del Gobierno en Madrid es un acto de lawfare, y no me cabe duda de que lo es, también lo han sido las previas y conocidas actuaciones de quienes ahora van a por José Manuel Franco y vaya uno a saber quiénes. Esto parece que solo está comenzando.

Lo peligroso del tema, por mucho que así nos lo quieran vender, es que no estamos ante un hecho ni aislado ni puntual, sino ante una forma de entender cómo ha de funcionar España y de cómo han de ser tratados todos aquellos a quienes ese particular grupo de patriotas considera como enemigos.

Una democracia es tan sólida como su eslabón más débil y, a la vista está, en el caso de la española, la debilidad parece estar alojada en quienes desde las esferas de poder quieren colorear esta sociedad en blanco y negro arrastrándonos a tiempos que deberían estar superados pero que no lo parecen.

Seguramente, algo que nos puede servir para medir la calidad de nuestra democracia sea el grado de extensión de este mal —pendiente de medirse—, el grado de complicidad y apoyo con el que cuentan este tipo de comportamientos —pendiente de comprobarse— y, sobre todo, la firmeza con la que se responda ante desafíos de estas características.

En definitiva, ante este tipo de guerra por otros medios lo más sencillo, eficaz, eficiente, honesto y democrático sea marcar una línea y que a un lado se sitúen los totalitarios y al otro nos pongamos los demócratas. Cualquier otra división sería innecesaria y artificiosa y, además, implicaría complicidad porque en estos temas no hay equidistancia que valga. O se está con la democracia o se está en contra de ella.