Después de años clamando sobre la necesidad de reformar el Poder Judicial, veo, no sin sorpresa, que, finalmente se hará… pero no en el sentido y de la forma en que esperábamos quienes seguimos creyendo en la necesidad de un poder judicial independiente y democrático.

No me cabe duda de que la caducidad del mandato de los actuales miembros del Consejo, la actitud de su presidente y consejeros, así como el bloqueo constitucional que está imponiendo el Partido Popular hacía urgente y necesario adoptar medidas que impidiesen que un Consejo caducado y carente ya de cualquier legitimidad democrática siguiese actuando. Era y es urgente solucionar esta situación, pero no a cualquier precio.

El problema que afecta al Consejo General del Poder Judicial y a las altas instancias jurisdiccionales españolas designadas caprichosamente por dicho Consejo no es nuevo y requiere, sin duda, un esfuerzo democratizador e integrador, así como un replanteamiento sobre lo que ha de entenderse por justicia democrática. Lo malo es que cambiando a “tus jueces por mis jueces” no se habrá avanzado en esa línea.

Creo entender la intención de la reforma y que una de sus finalidades es privar de incentivos a la derecha para seguir manteniendo el bloqueo constitucional que impide la elección de nuevos consejeros; pero, seguramente, resultaba y resulta más relevante privar de incentivos a los actuales y futuros consejeros para continuar en sus puestos más allá de la fecha de caducidad de sus nombramientos.

Ante una situación como la actual, los pasos a seguir eran simples y, Constitución y Tribunal Constitucional mediante, la única reforma viable en estos momentos pasa por quitar al Consejo, ya caducado, las armas de las que se vale para seguir actuando como un poder autárquico que se permite no ya desafiar, sino maniatar, al resto de poderes del Estado.

Lo único que había que hacer en estos momentos era regular las consecuencias de la caducidad del mandato de los consejeros, privándoles de incentivos para mantenerse en el cargo. Una medida de estas características, absolutamente constitucional, habría puesto toda la presión sobre el Partido Popular para forzar la renovación de este órgano y, además, no habría abierto la puerta a la auto victimización de un poder que, como vengo diciendo, no responde por nada ni ante nadie.

Europa reaccionará y lo hará de una forma que no se está midiendo y que servirá para legitimar a unas altas instancias jurisdiccionales deslegitimadas y reforzar a quienes llevan años regulando la vida judicial con absoluto desprecio a los valores democráticos

Era, y sigue siendo, una reforma sencilla y claramente constitucional que dejase no a un Consejo en funciones sino una suerte de comisión gestora de los asuntos inaplazables de la administración de justicia.

La caducidad del mandato debe llevar al cese automático de los consejeros, al fin de sus retribuciones y privilegios, así como a la incapacidad para seguir controlando los nombramientos de nuevos miembros de las altas instancias jurisdiccionales.

Modificar la ley orgánica del poder judicial en este sentido no solo era sencillo, sino que, además, constitucional y habría representado un mensaje de unidad de los demócratas frente a quienes mueven los hilos del Estado como si de un cortijo se tratase.

Dicho más claramente: sin poder de nombrar nuevos jueces en puestos claves y sin sueldos ni coches oficiales, ninguno de los actuales miembros del CGPJ continuaría en su cargo, pero, además, para el caso de que alguno así lo desease, vaya uno a saber por qué, el mandato estaría caducado y ellos cesados.

Una reforma limitada a estos aspectos, además, no estaría teñida de inconstitucionalidad y, también, impediría arrojar cualquier sombra de duda sobre la legitimidad de la actuación legislativa.  

Se trataba, y sigue tratando, de evitar una solución a la polaca que conlleve un desprestigio importante no solo sobre el poder judicial sino, también y especialmente, sobre el ejecutivo y el legislativo. Europa reaccionará y lo hará de una forma que, sin duda, no se está midiendo y que servirá, exclusivamente, para legitimar a unas altas instancias jurisdiccionales deslegitimadas y reforzar a quienes llevan años regulando la vida judicial con absoluto desprecio a los valores democráticos… El efecto bumerán está garantizado.

Pretender alterar las mayorías necesarias para elegir a los nuevos miembros del Consejo implicará, entre otras cosas, planteamientos de inconstitucionalidad que tienen serios visos de prosperar y no solo por la actual conformación del Tribunal Constitucional, sino por su manifiesta inconstitucionalidad y, además, porque una serie de mandatos, en el propio Tribunal Constitucional, están en igual situación de caducidad.

Era, y sigue siendo, tan sencillo solucionar el problema puntual de la caducidad del mandato de los miembros del Consejo que no se entiende que, con prisas y sin valoraciones adicionales, se haya optado por una reforma suicida que generará más problemas que soluciones. El derecho ha de ser un instrumento de resolución de conflictos no de generación del siguiente.

Insisto, cosa distinta es la necesidad de una profunda reforma de la Justicia que no solo pasa por la dotación de medios materiales y humanos sino por una auténtica democratización de la misma, que va desde el acceso y la formación de los jueces hasta sus ascensos y promoción profesional.

El Poder Judicial ha de ser independiente, de eso no me cabe duda alguna, pero también ha de ser un poder que tenga sus contrapoderes —pesos y contrapesos internos y externos— que permitan, por ejemplo y llegado el caso, la exigencia de responsabilidades ante otros poderes del Estado. No puede ser que el único poder, no ya independiente sino autárquico, sea el judicial y eso implica la necesidad de realizar unos cambios estructurales muy profundos que entran en el plano constitucional.

Reformar el Poder Judicial es una necesidad urgente, pero, como todas las cosas urgentes, ha de hacerse con calma, con consenso y con un adecuado estudio de aquellos aspectos que han de ser modificados y, sin duda, la propuesta de reforma no apunta en la línea correcta.

Se están confundiendo los términos y la determinación del problema. Claro que es un problema que un Consejo cuyo mandato caducó hace casi 2 años esté nombrando jueces en puestos claves, pero más profundo es el problema de la autarquía que caracteriza al poder judicial.

Básicamente, ni Lesmes ni ningún otro miembro del Consejo se aferrarían a sus cargos si a fin de mes no cobrasen sueldo, si al salir a la calle no les esperasen los coches oficiales o si no fuesen invitados a ningún acto público porque ya habrían cesado en sus funciones. Esto era lo que había que reformar aquí y ahora y no lo que se pretende, que es materia de otro debate y de otro escenario político.

En el fondo, la reforma propuesta no parece estar en línea con la gravedad del problema que se pretende solucionar y se está generando la sensación de que lo pretendido no es más que cambiar “tus jueces por mis jueces”… En democracia los grandes problemas no se solucionan así.