Donald Trump no miente por completo cuando dice que quiere acabar con un conflicto de 3.000 años. Hay judíos en Palestina desde hace más de 3.000 años, mucho antes incluso de que existieran los conceptos de Palestina o Israel como estados modernos. Aunque quizás sería más preciso si hablara de hace 2.500 años, teniendo en cuenta que fue en el 586 antes de Cristo cuando los babilonios, el actual Irak, destruyeron el Primer Templo.

En España este conflicto quizás no hace tanto que dura, pero casi. Los judíos vivían en la Península probablemente desde la época romana. Pero con las crisis económicas y la peste negra empezaron a buscarse culpables, y los judíos eran un chivo expiatorio habitual. Y cuando Isabel de Castilla y Fernando de Aragón culminaron la Reconquista, quisieron una España política y religiosamente unificada y los expulsaron. No sé si les suena.

Aunque el propio Hitler consideraba que los Reyes Católicos se habían equivocado al no liquidarlos directamente, Franco siguió sus pasos con lo de la “conspiración judeo-masónica”. Como los nazis, lo utilizó como explicación mítica y propagandística de los males de España. Porque, claro, la teoría no era un invento del dictador. Venía del panfleto Los protocolos de los sabios de Sion: los judíos y los masones formaban una alianza secreta para dominar el mundo, destruir la religión cristiana y controlar a los gobiernos. Y fue adoptada por los movimientos ultraconservadores, católicos y fascistas de toda Europa. No sé si les suena.

España fue el último país de Europa occidental en reconocer al Estado de Israel, en parte por miedo a perder las “tradicionales” buenas relaciones con el mundo árabe

Cuando Franco alcanzó el poder después de la Guerra Civil, la adaptó al contexto. España era víctima de una conjura internacional de judíos, masones… y comunistas. De hecho, España no reconoció al Estado de Israel hasta 1986 —con González como presidente—, no hace ni cuarenta años. Fue el último país de Europa occidental en hacerlo, en parte por miedo a perder las “tradicionales” buenas relaciones con el mundo árabe, cultivadas primero por Franco y después por el rey Juan Carlos. Y por la influencia de la Iglesia católica, claro.

De hecho, el gran lobby judío en España estaba en Catalunya. Jordi Pujol, y parte del nacionalismo que representaba, sentían una admiración profunda por el pueblo judío, que veían como un pueblo pequeño, antiguo, con una fuerte identidad, voluntad de recuperar una lengua, capaz de sobrevivir a la adversidad, crear instituciones e implantar una estructura social justa. Esta voluntad de ser encajaba con su visión de Catalunya como un pueblo que resiste sin estado y que debía reconstruirse.

En cambio, las izquierdas catalanas —y españolas— han tenido siempre un discurso anticolonial y de apoyo a los pueblos oprimidos, con Palestina muchas veces como símbolo central. La lucha de un pueblo ocupado, que encaja con las narrativas de justicia social y derechos humanos. Y con Israel como potencia militar aliada de Estados Unidos, no lo olvidemos.

Desde siempre, el debate en Catalunya sobre el conflicto entre Israel y Palestina ha sido irreconciliable. A veces, como reflejo del propio debate interno. A veces, con argumentos demasiado fáciles. Pero hace ya más de una década que el propio Pujol advertía a los judíos que debían hacer “un esfuerzo de comprensión y acercamiento a los palestinos”. Bibi Netanyahu ha decantado la balanza.