1. “UN FANTASMA RECORRE EUROPA”. Así empezaba el Manifiesto comunista, publicado en Londres el 21 de febrero de 1848 por Marx y Engels. Sabemos desde hace tiempo que los dos insignes pensadores del marxismo podrían haber escrito otro manifiesto, de signo muy diferente, que se ajustara, tanto como la lucha de clases, a la realidad social del mundo contemporáneo: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma de las nacionalidades. Todas las fuerzas del establishment europeo se han unido en sacrosanta cruzada para asediar este fantasma. Que tiemblen las clases gobernantes ante la perspectiva de una revolución de las naciones oprimidas que no han podido ni podrán contener. Los pueblos dominados de la vieja Europa no tienen nada que perder salvo las cadenas de los Estados consolidados. Tienen, en cambio, un mundo por ganar”. Evidentemente, este manifiesto no sería suscrito ni por los conservadores y reaccionarios hoy en alza en todas partes, ni tampoco por la izquierda jacobina europea, incapaz de aceptar que el conflicto social es tan intenso desde una perspectiva de clase como desde un punto de vista nacional. Dentro del marco de la concepción materialista de la historia desarrollada por Marx, solo el austríaco Otto Bauer (1881-1935) fue capaz de observar la fuerza y la persistencia de las naciones sin Estado frente al nacionalismo de los Estados nación burgueses que, en aquel tiempo, además, medían su fuerza por la potencia colonial que tenían.

Ahora eso ya no es así, o por lo menos no de la misma forma. El colonialismo de otras épocas es hoy la globalización dominada por las multinacionales y las inversiones de las grandes potencias en la construcción de infraestructuras en países a los que quieren extraer algún provecho comercial. La solidaridad internacional es cosa de las ONG. Pero las minorías nacionales resisten en muchos lugares. En China, por ejemplo, los uigures y los tibetanos son una piedra en el zapato de un comunismo dictatorial y neocapitalista de gran calibre. El conflicto de Rusia con Ucrania es geoestratégico, pero a la vez es nacional y territorial, como también ha ocurrido con otros Estados postsoviéticos, como por ejemplo Georgia o Chechenia. La Unión Europea tampoco escapa de este tipo de conflictos. La lista empieza en el mismo corazón de la capital europea, donde la disputa entre valones y flamencos no es poca cosa. Y sigue con una lista no precisamente corta de disputas territoriales de todo tipo. Ningún gobernante de los caducados partidos de la posguerra europea sabe darles una solución. Mejor dicho, no quieren darles una solución. Una demostración. En la Asamblea Parlamentaria de la Alianza Atlántica celebrada en Madrid hace unos días, Pedro Sánchez reclamó a Putin que “deje escoger a los ucranianos libremente su futuro”. Lo pidió él, ¡que no está dispuesto a dejar que los catalanes decidan el suyo! ¡Cuánta hipocresía! 

2. ESCOCIA Y CATALUNYA. Soy, por norma general, un gran admirador de la política británica. Cuando menos lo fui durante muchos años. Ahora, los políticos británicos están tan desprestigiados como cualquier político de todo el mundo. La falta de densidad intelectual y el sectarismo se han convertido en el ADN de los políticos actuales. La sociedad de la información no les ha facilitado el trabajo, más bien los ha perjudicado porque están más pendientes de lo que les llega por el móvil que de auscultar la realidad. Tampoco querría ser injusto y condenar a todos los políticos por un igual. La tradición democrática de la sociedad en la que se ha formado cuenta mucho en la actitud futura de un político. La larga estabilidad democrática de la Gran Bretaña no se puede comparar con el militarismo español de los siglos XIX y XX. Y, aun así, desde la independencia de las trece colonias norteamericanas en 1776, la Gran Bretaña ha tenido que afrontar la rebelión de las naciones sometidas a su imperio y no siempre lo ha hecho democráticamente. Por no entrar en la cuestión del movimiento independentista de India, que arrancó con las revueltas de 1857 y culminó con la independencia noventa años después, en 1947, quedémonos con el caso irlandés. Otra muestra de la intransigencia británica fue la guerra angloirlandesa anterior a los acuerdos de paz de 1921 entre ambos bandos, divididos por el colonialismo, la religión y por la discriminación social de los irlandeses católicos. De este pacto surgió el Estado Libre de Irlanda, que posteriormente se convertiría en la República de Irlanda, y consagró la división territorial de la isla. Irlanda del Norte o el Ulster, tal como cada bando denomina a los nueve condados del nordeste, fueron el escenario de un conflicto que ha sido uno de los más sangrientos del siglo XX en la Europa occidental. Continúa sin estar resuelto, si bien la violencia política —terrorista y policial— prácticamente ha desaparecido. No del todo, a pesar de las proclamas optimistas, porque la violencia sectaria supera la disputa territorial para convertirse, también, en una confrontación sobre la organización social y sobre el ejercicio del derecho de autodeterminación. El Brexit y la demografía quizás ayudará a la reunificación irlandesa, tan deseada como dolorosa por el coste humano de la confrontación.

El no lanzado por el Tribunal Supremo británico a la posibilidad de que Escocia organice un referéndum no vinculante sin el permiso de Londres va en la línea de cómo actuaron los diversos gobiernos británicos, fuera cual fuese su signo, conservador o laborista, en Irlanda del Norte. La intransigencia jamás es una solución. Durante la década soberanista catalana, mucha gente babeaba por poder imitar la vía escocesa y poder acordar con el gobierno de Madrid lo que los independentistas escoceses habían podido acordar con Londres. La convocatoria pactada del referéndum de 2014, que los independentistas escoceses perdieron por un contundente margen del 10,6 % de diferencia, fue la excepción a la manera como los gobiernos británicos habían resuelto hasta entonces los conflictos nacionales. Ahora el Tribunal Supremo británico niega al gobierno escocés lo que el Tribunal Constitucional español también negó al gobierno catalán en 2014, que no es otra cosa que la unilateralidad. La capacidad soberana de hacer y deshacer porque no reconoce la soberanía del pueblo catalán para decidir sobre su destino. A pesar de todo, Catalunya lo intentó dos veces, el 9-N y el 1-O. Todo el mundo conoce los efectos. Catalunya sigue vinculada a España y una parte del independentismo solo negocia el perdón para sus dirigentes mientras deja en la estacada a los activistas de base. En Escocia ya se verá. Tengo la sensación de que la reunificación irlandesa será más determinante en la UE que lo que ocurra en Escocia.

3. EL FUTURO DE LAS NACIONES. El independentismo catalán tiende a idealizar cualquier iniciativa que llegue del exterior e intenta imitarla desesperadamente. Pero todos los ejemplos son inadecuados, en primer lugar, porque están basados en la ignorancia. En el desconocimiento de la historia de las causas a imitar. Se idealiza aquello que no se conoce en profundidad. Escocia no es un ejemplo que seguir, como no lo era Quebec o, en los años sesenta, Argelia, que dio pie a la aparición de varios grupos armados de liberación nacional. Marx y Engels vivían en la inopia cuando se trataba de abordar la importancia de las naciones en el cambio social, pero por lo menos sí que estaban muy atentos a las “condiciones objetivas”, por decirlo a su manera, que determinaban la evolución de un momento histórico. El independentismo escocés está tan estancado como el catalán, a pesar de que ambos controlen los gobiernos regionales. Según dicen los especialistas, la ministra principal escocesa, Nicola Sturgeon, se ha disparado un tiro en el pie al pedir la opinión del Tribunal Supremo sobre si podía organizar unilateralmente una consulta al estilo del 9-N catalán. Ha querido imitar la vía catalana y el alto tribunal británico, que tiene las funciones de tribunal constitucional porque Gran Bretaña no tiene una constitución escrita, le ha cerrado el paso. Con su iniciativa, Sturgeon ha propiciado la aparición de una jurisprudencia que no existía. Ella se ha limitado a responder que acata la decisión y que convertirá las próximas elecciones en unas plebiscitarias, que es un recurso que sirve para muscular la resistencia, pero sin ninguna capacidad resolutiva. Ahora son los independentistas escoceses los que imitan el Procés catalán. Un Procés fracasado.

La pregunta que se hace todo el mundo ahora es cómo se puede ejercer el derecho de autodeterminación si los Estados consolidados se niegan a dar la voz a los ciudadanos que reclaman poder hacerlo. Los catalanes, como los escoceses, somos muy europeístas, pero la Unión Europea siempre se pone al lado de los Estados por coherencia, porque es una asociación, más económica que política, de Estados. Las nacionalidades tienen en ella una cabida muy relativa. La Europa de las regiones no es la Europa de las nacionalidades, si es que no nos queremos engañar con una fraseología falsa. Hasta que el Parlamento Europeo no tenga el poder real que debería tener, la Unión Europea hará lo que diga Londres o Madrid. Si se quiere que el mundo cambie, hay que asumir que el motor del cambio será siempre el conflicto. Marx y Engels lo limitaban a la lucha de clases y por eso, después de la aparición del Manifiesto Comunista propiciaron, junto con los anarquistas, la aparición de la Primera Internacional. Sin un movimiento internacional, sin una alianza sólida de gobiernos regionales, a favor de la autodeterminación, será muy difícil forzar pacíficamente un cambio en la posición negacionista de los Estados. El fantasma de las naciones tiene que amenazar el establishment europeo o, si no, no habrá solución. El ecologismo ha sido una gota china —o una bota malaya, que con clavos por dentro todavía duele más— hasta convertir la cuestión del cambio climático en una preocupación mundial. Pero para que eso ocurra, para que la preocupación de unos pocos se convierta en una preocupación generalizada, hay que estar dispuesto a remangarse y hacer como los dirigentes obreros del siglo XIX. Luchar y luchar. No se puede idealizar, por ejemplo, a Salvador Seguí, el Noi del Sucre, o a los luchadores contra el franquismo, y después tener miedo de perder el coche oficial que te lleva del Palau de la Generalitat a casa para que puedas dormir cómodamente mientras engañas a tu pueblo. Diez años no son nada en la historia de una nación, pero son muchos para una persona. Por eso todo el mundo está cansado. Porque los políticos, en vez de inspirar confianza, esparcen la desesperanza y se equivocan constantemente. Que los Estados harían lo que han hecho siempre se tenía que dar por sentado. Lo imprevisto fue —y es— no tener líderes solventes.