Recuerdo que cuando Abel Cutillas se marchó a París hicimos un Bar de Rick contando que la mejor ciudad del mundo para ver el derrumbe del orden occidental era la capital de Francia y no Nueva York. Quizás no es tan extraño, pues, que Zemmour sea más relevante que Macron para entender por qué la democracia hace aguas, y Francia se hunde.

Zemmour es una caricatura de la osificación de la política moderna. La presencia exagerada que tiene en el debate electoral francés sólo se entiende por la crisis sistémica que sufre la democracia, especialmente en Europa. Aunque parezca una contradicción, justamente porque los estudios dan a Macron casi de un 80 por ciento de posibilidades de repetir la victoria de hace cinco años, la figura de Zemmour genera tanta atención.

Zemmour son los bigotes de Dalí, la nariz operada de Michael Jackson, el sueño yanqui de París, las patillas de elefante de Elvis; es una distracción más o menos entretenida de las contradicciones y la debilidad del sistema. En una época en la cual la política ha dejado de funcionar incluso como espectáculo, Zemmour es la última genialidad de una cultura que se hunde.

Los políticos europeos, que antes de la Primera Guerra Mundial se habían convertido en títeres del ejército, ahora son títeres de los grandes intereses económicos

Se habla de Zemmour porque los líderes tienden a asemejarse ya no a Angela Merkel, sino a Pere Aragonès. Se habla de Zemmour porque nadie tiene ni idea de cómo se llama el nuevo canciller de Alemania. El hecho que un narcisista como Macron crea que tiene que recurrir al perfil bajo para recoger el liderazgo europeo de Merkel, explica por qué la fama de Zemmour es inofensiva, o mejor dicho, es pura droga.

Trump era un clown que se escapó del circo. A Zemmour se le tiene que analizar como se analizaría a un vendedor de enciclopedias. Solo hay que ver los debates arrastrados que genera sobre el nazismo o sobre el régimen de Vichy ―el auténtico― para darse cuenta de que la política se ha convertido en una delegación histriónica de la Wikipedia.

Los políticos europeos, que antes de la Primera Guerra Mundial se habían convertido en títeres del ejército, ahora son títeres de los grandes intereses económicos. Macron dice que el objetivo de Rusia no es invadir Ucrania porque, igual que Putin, sabe que los banqueros no van a la guerra. Putin sabe que Zemmour no es la solución y que si Europa no se regenera, su sistema oligárquico tendrá en el continente la misma influencia que tuvo el modelo soviético.

A mi Zemmour me despierta cierta ternura porque es hijo de la Franca eterna de los quesos y de las iglesias; una Francia que hace siglos que no encuentra forma explicarse y que va de derrota en derrota, igual que Catalunya. Me parece que el chasco que tendrán sus admiradores acabará de poner de manifiesto que el poder de la gente, si es que todavía tiene alguno, ya no pasa por la política, o en todo caso, por la política tal como la conocíamos. Seguramente porque el dinero ha cogido el papel irracional y dogmático que hace un siglo tenían los tanques y los ejércitos multitudinarios.

Yo siempre que veo a Zemmour en el New York Times me pregunto lo mismo: ¿por qué túnel me voy a escapar cuando llegue la factura gorda de esta época tan entretenida y demencial?