No hace mucho tiempo, en medio de un paréntesis extraño, me apunté al Tinder para distraerme. Para quien no sepa de qué hablo es una especie de Spotify pensado para follar y para encontrar pareja. Tú cuelgas cuatro fotografías que te dejen bien favorecido y repasas el catálogo esperando que alguna chica se fije en tu perfil.

Como era de prever tuve poco éxito. Expuesto como un chimpanzé detrás de unos barrotes, a duras penas llamé la atención de alguna fémina. De entre las pocas pretendientes que me dieron la oportunidad de mostrar mi belleza interior, la única que me gustó fue una rusa de bandera.

Rubia y esbelta, no tardó en darme la ocasión de concretar una cita. Tenía unos ojos rasgados, la nariz puntiaguda y un cuello de cisne que se alzaba sobre unos hombros finos y delicados. Tenía un aire a medio camino entre una pianista y una espía del KGB. Difícilmente habría podido encontrar a una mujer más atractiva, en aquel zoco bereber.

Aun así, una vez la cita estuvo concretada me cogió una pereza soporífera, parecida a esta desgana que se apodera de las tardes de verano. Por una parte vivía lejos de Barcelona y, de la otra, pensé: ¿y si luego te birla la cartera? ¿O si te invita a su casa, entran unos hombres con pasamontañas y venden tu corazoncito a un millonario con los dedos llenos de anillos?

Si el paréntesis hubiera durado más tiempo quizás nos habríamos llegado a conocer. Yo no soy de forzar mucho las cosas. Incluso soy un poco paradito. La idea de intimar en frío con gente que no conozco se me hace cuesta arriba. Seguro que, muy de vez en cuando, del Tinder salen historias dignas de recordar, pero debe ser como jugar a la lotería.

En general, estas aplicaciones me recuerdan una vez que fui al urólogo y me preguntó si utilizaba preservativo para hacer el amor con mi novia. Le dije que no, que por descontado que no, que para alguna cosa era mi novia, y me tiró un sermón furibundo, advirtiéndome sobre las parejas que cometen infidelidades y se infectan por culpa de las webs de citas.

Tengo un amigo que no se pregunta tantas cosas y, como es guapo, saca rendimiento del Tinder. Este verano ha ido a Nueva York y lo primero que hizo tan solo llegar fue conectarse y asegurarse compañía para unos días. Como es poco hablador, tiene una lista de frases que ha sacado de webs para ligar –la mayoría horteras y antiguas. A pesar de la pedagogía feminista, se ve que le funcionan bien. Yo siempre le digo que se busque novia pero es un espíritu científico y argumenta que cuando mira a sus amigos casados se le pasan las ganas de comprometerse.

Todo eso me ha venido a la cabeza pensando en el artículo de Diana López sobre el porno. Es verdad que la pornografía está de moda. El otro día un escritor contaba en una entrevista que se ha metido en la cama con hombres y transexuales solamente por el gusto de probar. Hace unos meses una lectora se me acercó mientras desayunaba en el Velódromo y me pidió por un modelo de consolador que menciono en un libro mío y que bautizo como el rompefamilias.

Me recordó un día que estaba en casa de una amiga y su sobrino de 15 años cogió el portátil. ¿"Qué buscas"?, le pregunté todo inocente. "Un consolador", me respondió con aquella contundencia seca y hormonal que yo también gastaba a su edad. ¿"Para tu novia"?, insistí. "No, para una amiga; es su cumpleaños". Y el chico continuó abstraído buscando su regalo en una web de objetos sexuales suizos, de diseño.

La emergencia del porno está vinculada al hecho de que la mujer ha tenido que renunciar el monopolio del placer para poder liberarse y diversificar su vida. Cuando socializas un poder es natural que degenere y que a su alrededor se dispare la pedantería. Es lo mismo que pasa con los grupos de música cuando empieza a escucharles demasiada gente. O con las ideas políticas, cuando se convierten en movimientos de masa. El sexo está sobrevalorado y eso hace que se banalice y emerja con facilidad su parte vulgar y animalesca.

Cuando era pequeño, un niño se tiró por la ventana disfrazado con una capa roja después de ver la película de Superman. Años más tarde estrenaron Rambo y seguro que algún loco cogió la escopeta de cazar perdices para hacer una masacre. Con el porno pasa una cosa semejante. Hay muy aprendiz de superman y mucha carnicería.

Para que el sexo valga la pena hace falta amor o aquella fuerza explosiva de la juventud, que con la edad se va perdiendo. Si luego hay gente obsesiva que no distingue entre la realidad y la ficción o que necesita consumirse con épicas inútiles, es otro tema. Quizás vale más que se desahoguen en su habitación, o que queden entre ellos; antes se ahogaban con alcohol en las tabernas o montaban guerras persiguiendo utopías colectivas.

Es posible que la socialización del sexo haya bajado la calidad mediana de los coitos, y que, según contaba una noticia de este periódico, los jóvenes no follen tanto como se esperaba. Pero la pornografía también nos libera de algunas tiranías, utilizada con inteligencia. Por ejemplo conozco el caso de un hombre que, para evitar las tentaciones de hacerle el salto a su señora con una pillina del trabajo, se desahoga con su iPad 4G.