II

Si no recuerdo mal, Marc Álvaro todavía llegó a tiempo de escribir sobre la guerra de Yugoslavia. Forma parte de un mundo que conectó con el sueño neohumanista de la Europa de posguerra, cuando ya solo quedaban el humo y las escurriduras. No es casualidad que comparta el honor de haber sido premiado por la Fundació Catalunya Oberta con André Glucksmann, que nació antes de la Segunda Guerra Mundial, igual que Jordi Pujol.

Cuando Marc Álvaro hizo el salto a La Vanguardia, el intelectual europeo ya era una figura hedonista y decadente que vivía de la épica que sus antecesores habían dado al oficio de pensar. Europa estaba dominada por los discursos tontitos. Los intelectuales cortesanos, como por ejemplo Bauman, Todorov o el mismo Glucksmann, parecían publicistas. Mientras Europa se desangraba, ellos se dedicaban a buscar lemas brillantes para poder cobrar a precio de oro las conferencias y explicar un mundo que ya no entendían sin molestar a nadie.

En Catalunya la decadencia europea la notamos tarde, estábamos ocupados celebrando el regreso de la democracia. Cuando Marc Álvaro entró en La Vanguardia, el autonomismo parecía un marco estable. El diario del Godó era, aparentemente, la cumbre intelectual y periodística del país. Espoleados por el clima europeo, los catalanes vivían en una burbuja de discursos hinchados de aire. Pujol había creado la ilusión de un poder que a la hora de la verdad era incapaz de proteger las personalidades y las ideas genuinas. Para subsistir, a menudo incluso tenía que trabajar para matarlas.

Desde el punto de vista político, Marc Álvaro es una víctima del espejismo pujolista. Su trayectoria me hace pensar en estos hombres de La muerte y la primavera que, a partir de la madurez, se extinguen lentamente dentro de un tronco de árbol, después de haber ingerido cemento, “por qué si no”, pregunta la narradora, “el alma se escaparía y dónde iría?” Sin unas instituciones que protejan el espíritu, los catalanes a menudo ven interrumpida su evolución y acaban asfixiándose en sus propias inseguridades por miedo a quedar en la intemperie. 

James Salter explica una cosa similar, en sus libros. En Catalunya, Salter ha tenido una recepción empobrecida por las taras de la tribu. Como tiene una prosa destilada y glamurosa, se lo ha presentado como un autor burgués, despolitizado, de un materialismo epicúreo deslumbrante. En la obra de Salter los objetos tienen una presencia importante, como en la obra de Rodoreda. Los climas son más amables y opulentos, porque Salter escribe desde una sociedad que domina el mundo. Pero los dramas que explica parten de unas carencias espirituales de fondo muy parecidas, compartidas en todo Occidente.

Dormido el sentido de la grandeza, viene a decir Salter, los hombres se pierden en un laberinto de relaciones y objetos que los encadena al paso del tiempo como nunca había pasado antes en la historia. Light Years, el último libro traducido al catalán, se ha vendido como una canción de desamor de Julio Iglesias, pero describe muy bien los agujeros negros de la sociedad de consumo, y especialmente como las mujeres se estropean junto a hombres castrados por la inexperiencia y las pequeñas posesiones materiales. “Viri creía en la grandeza como se cree en una virtud”, escribe Salter sobre el marido de la protagonista.

Marc Álvaro es hijo de este mundo amedrentado, que ahoga la emoción en los restaurantes y lee encuestas y biografías. Recuerdo un día que me lo encontré en un pasillo de la facultad y me preguntó si quería formar parte de una candidatura del Colegio de Periodistas. Le dije que prefería ir a la mía. “Necesitarás un grupo de gente que te proteja” me respondió un pelo mosca. Pensé que tenía una idea del poder y de la fama contrahecha, pero comprensible en un país donde la gente brilla a expensas de la libertad de los otros, siempre después de lamer muchos glandes.

Ahora recuerdo una conversación que tuvimos en la sala de profesores con una amiga común más joven que nosotros. Habíamos empezado hablando de Jordi Amat, que entonces empezaba a abrirse paso en La Vanguardia protegido por Enric Juliana, y acabamos hablando de meritocracia. Yo reía por debajo la nariz y pensaba: “Amat es como estos perritos simpáticos que los amos compran a los criados para tenerlos contentos y a la vez vigilar que no se escapen, por eso desconcierta siempre los convergentes”. Nuestra amiga comentó que la meritocracia y el amiguismo a menudo acaban siendo incompatibles. 

Era evidente que hablaba de la universidad donde los tres trabajamos. Marc Álvaro hace años que  tiene un cierto peso y le respondió que las empresas las haces con los amigos, porque es la gente con la cual confias. Yo pensaba que también puedes confiar en las personas por otros motivos, como por ejemplo por el talento o por los conocimientos técnicos en un campo concreto. Siempre que no tengas miedo que te hagan sombra, clarp, o que no pretendas convertir los otros en cómplices de tus equilibrios, o que quieras controlarlo todo como un pequeño tendero del Eixample.

Seguramente sin querer, Marc Álvaro infantilitzava mi amiga diciéndole: “El mundo funciona así”, como si el mundo funcionara de una sola manera y el amor tuviera siempre menos fuerza que el cinismo. Yo sonreía. Acabada la universidad, esta amiga me tuvo por loco durante años, quizás para no llevar la contraria a los hombres que la halagaban con la intención más o menos secreta de intentar follarsela. Entonces yo era un cachorro rodeado de depredadores, y ciertamente necesité tiempo para calmarme. Pero ella encontró la pared justo allá donde yo siempre había dicho que estaba.

Los elementos de cariz generacional, pues, también han marcado mi relación con Marc Álvaro. La generación de los años 60 fue a la escuela cuando el franquismo y la guerra fría habían normalizado todos sus tópicos. Con una memoria nacional debilitada, que no los podía proteger de la dictadura, y con una fiebre consumista que irrumpió como un torrente de agua en el desierto, los catalanes de los años 60 llegaron vulnerables a las trampitas de la Transición. Los amigos que tengo de su edad son gente endurecida, con una conciencia histórica fuertísima que les viene de las profundidades de la familia.

(Continúa el martes).