No es la primera vez que veo como el mundo se hunde a mi alrededor. Conozco bien la sensación de pasear por un escenario mediático lleno de avenidas bombardeadas, de edificios derruidos, de monumentos mutilados, de estatuas sin cabezas ni brazos, de intersecciones peligrosas con calles dominadas por bandas de ladrones sin escrúpulos, atrincherados en barricadas de un signo o de otro. 

Para sujetar Catalunya, el Estado no necesita bombardear Barcelona cada 50 años, como solían recomendar las voces condecoradas de la vida madrileña hasta muy entrada la dictadura. Desde finales del franquismo, la prensa y la televisión han asumido la función destructora y coercitiva de las armas. Con el Estado de las autonomías, las formas de control social se volvieron más sibilinas y discretas, pero también menos eficaces. 

La política de reserva india, basada en la banalización de la cultura y las subvenciones a los medios de comunicación, ha ido quedando exhausta. En los Estados Unidos, las críticas que el presidente Trump hace a la prensa han conseguido reavivar la venta de diarios y han estimulado también la demanda de un periodismo de más calidad. En España,el conflicto nacional hace tantos años que envenena el periodismo que la simple eclosión de Twitter ha hecho perder los papeles a todas las cabeceras, incluidas las que defienden la independencia. 

Desde que empecé a escribir, he visto como Barcelona se me convertía en una especie de Bagdad varias veces. Cada vez que mi evolución como escritor me ha hecho romper las costuras del autonomismo he notado la presión de España, con su oscurantismo pringoso, disfrazado de erudición o de moralismo. Mantener la ocupación de Catalunya sin matar a gente por la calle pide que el Estado ponga obstáculos económicos o morales para evitar que la lengua del país pueda servir para vivir y para pensar con la misma libertad que el castellano.

Descubrí el clima de histeria que el ogro español es capaz de producir, solo con enseñar una uña, hacia el 2003, después de ganar el premio Idees, en plena decadencia pujolista. Desde entonces, he visto responder de las maneras más superficiales y más precarias las preguntas más de base. He conocido a poca gente bien establecida que se haya arriesgado a prestar atención a los cambios que la globalización, y la misma democracia, introducían en el país. 

Para sobrevivir he seguido una vida austera y he luchado para mantener a mi alrededor un mínimo de inteligencia. A veces me he sentido como un pequeño Arquímedes que movía el mundo con la ayuda de una palanca, mientras hombres grises, con los dedos repletos de sortijas, me daban por amortizado o me perdonaban la vida. El temor de acabar como un perrito, igual que algunos de mis amigos, me ha ayudado a resistir la tentación de encajar en un sistema de poder que está pensado para enterrarnos. 

Ahora no me sorprende que algunos diarios catalanes promuevan las tesis de Franco, a la vez que hacen resonar el populismo de los políticos que piden cerrar o de transformar el Valle de los Caídos. Tampoco me sorprende que Pablo Casado, el líder del PP, pretenda ganar votos intentando convertir el rey Felipe en un nuevo Caudillo. Ciudadanos siempre ha tenido pulsiones lerrouxistas; no cuesta adivinar que nutrirá la nueva FAI, si los catalanes persisten en la idea de independizarse. 

Como en las mejores postguerras, la esfera pública se va llenando de castellanos sobrados y catalanes contrahechos. Arcadi Espada mismo declaraba el otro día, en una entrevista en El Mundo, que Bernat Dedéu y yo tendremos que hacer penitencia y de olvidar los últimos años porque no hemos tenido en cuenta “la mecánica de las cosas”. Como ya tengo escrito, el columnista de El Mundo va tan colocado de demagogia madrileña que es como estos yonquis que se quieren seguir pegando cuando ya se han roto el brazo. Es normal que utilice los mismos argumentos sobre la violencia que el procesismo ha usado para intentar chulearnos.  

La democracia española tiene un problema tan de fondo que recuerda a la Kodak cuando intentaba sobrevivir a las cuentas rojas en plena euforia del Iphone. La autodeterminación ha cambiado la respuesta a los problemas que plantea la unidad de España, igual que las cámaras del móvil han transformado la relación del hombre con el recuerdo de los episodios memorables de su vida. España no tiene ni el capital humano ni las estructuras organizativas que haría falta para competir, por la vía democrática, con la idea de la libertad que la autodeterminación ha despertado en Catalunya.

Arcadi se aburre en los restaurantes de Barcelona y de Madrid porque la propaganda es aburrida y intenta hacer amigos, aprovechando el desconcierto político. Yo no sabría decir si seremos independientes, porque no tengo una bola de cristal. Viendo las contorsiones que Rufián y Puigdemont necessitan hacer para mantener la poltrona me parece que volveremos a la situación del 2009, cuando se hizo la primera consulta por la independencia, en Arenys de Munt. 

No hace falta decir que Dedéu y yo volveremos con todo lo que hemos aprendido y que tenemos la firme intención de divertirnos y de vencer. 

Si quieres, Arcadi, puedes venir con nosotros.