No vale ahora sorprenderse porque el Estado español, es decir, cualquiera de sus agencias de seguridad —o Villarejos de turno— hayan espiado. Ahora se han hecho públicos, gracias a la tarea de Citizen Lab, de la Universidad de Toronto, los nombres de los espiados catalanes y las circunstancias y las técnicas con las cuales lo han sido. Hacía tiempo que algunos nombres corrían y el mismo Citizen Lab había alertado del hecho del espionaje. Pero ahora ya lo tenemos confirmado. Llama la atención que ninguno de los espiados, en el momento de serlo, había cometido ningún delito ni era esperable que lo cometiera. Si alguien ha sido condenado después —obsérvese la distinción entre cometer un delito y ser condenado por uno—, salta a la vista que se espió a gente por su ideología —aquella que según el TC es libre. O sea que en una democracia avanzada se puede espiar a alguien sin haber cometido una infracción penal grave ni ser esperable que cometa ninguna. La ausencia de la sospecha de delito grave vulnera las condiciones de la utilización de la tecnología Pegasus, del NSO Grupo, según su propia web.

No puede ser de otra manera. En caso contrario, sin delito, los ciudadanos pierden su intimidad y su seguridad personal. En efecto, pasan a estar permanente monitorizados en el espacio público y en el privado, con el fin de prevenir la comisión de un delito grave, como terrorismo, tráfico de drogas, pedofilia, lavado de dinero... O sea, se les espía por si cometen un delito, no por si lo han cometido. O sea: investigaciones prospectivas permanentes.

Sin embargo, no creo que la empresa israelí —que no debe ser ni mucho menos la única en el mundo especializada en la materia— vaya a rescindir contratos con todos los Estados que se han dedicado a espiar a diestro y siniestro sin razones criminales. Porque si hay razones criminales, las leyes de procedimiento son lo bastante laxas para autorizar seguimientos que vulneran la intimidad, seguimientos y captaciones que la experiencia nos ha demostrado que duran años. Debe ir la cosa más allá de lo que es exigible, incluso en materia de seguridad nacional —sea la que sea la seguridad nacional—, cuando ni el CNI le puede pedir al Tribunal Supremo autorización para hacer seguimientos extrajudiciales. La ley orgánica 2/2002, con su nula proporcionalidad e ilimitados supuestos, debe parecerle poco a la seguridad nacional para tener que espiar bajo un suave control judicial. Ni esta formalidad, sobre la que no hay control, es admisible para el deep state.

Porque quien actúa así no es otro que el deep state. No solo no le basta con favorecer procesos por una inexistente rebelión, que comporta la suspensión de los cargos públicos, ni transigir con una sentencia por sedición con penas draconianas, que después, una vez aplicado el bisturí, son parcialmente indultadas. El deep state, que no es el gran hermano, sino la mala madre, quiere saberlo todo sin, vistos los resultados, darse mucha cuenta de qué pan se da. La información se le atraganta, pero su capacidad de hacer daño pretende ser ilimitada.

El principal enemigo del Estado no son sus ciudadanos, sino su propio deep state que nadie conoce, no sigue órdenes de ningún ente público controlable ni a nadie rinde cuentas.

¿Creemos de verdad que solo han estado seguidos vía sus móviles u otros medios, 66 políticos catalanes? ¿Solo catalanes? ¿Solo en España? Lo digo porque otros servicios secretos, como la CIA, el Mosad o los servicios exteriores franceses y alemanes pueden legalmente espiar por todas partes. Los españoles no querrán ser menos que sus aliados.

Escándalos como estos, de los que empezamos a conocer negro sobre blanco las primeras serias informaciones, asolan regularmente todas las democracias. Con menos frecuencia —sin embargo, con cierta regularidad—, a posteriori se ponen en marcha comisiones más o menos independientes, que llevan a cabo sus trabajos con relativa libertad. Otra cosa es la reforma efectiva de los servicios pero, cuando menos, entra un poco de aire fresco, que sirve para conocer mejor al Estado que, a pesar de ser, en teoría, nuestro empleado, se comporta —por parte del deep state que lo administra— como si fuéramos nosotros sus criados.

La cuestión, si se quedara solo en Catalunya, correspondería al precio que los patrioteros españolistas están dispuestos a pagar: contra Catalunya ningún precio es demasiado elevado. Pero escandaliza, primero a los de fuera y ahora a muchos de dentro. Así, la cuestión reside en saber si la democracia española se puede permitir el nivel de corrupción, económica y política, que estamos sufriendo. Corrupción o lo que es lo mismo: apartar los bienes y fines públicos de su destino en beneficio o provecho propio o de un grupo.

El principal enemigo del Estado no son sus ciudadanos, sino su propio deep state que nadie conoce, no sigue órdenes de ningún ente público controlable, y a nadie rinde cuentas. Así pues, unas escuchas, más o menos, aquí o allí, serán como mucho como una raya más en piel del tigre: más feroz parecerá.

Ahora bien, si el Estado oficial tuviera músculo, si fuera la democracia que la propaganda del régimen se empeña en proclamar, le plantaría cara y, cuando menos, unos cuantos tendrían que irse a la calle. Porque con eso de la seguridad, una vez más se cumple la trágica poesía de Niemöller... Al final no habrá nadie para protestar. El deep state, entonces, se mostrará tal cual es: totalitarismo puro y duro.