Da igual lo que haga para detener el tiempo. Alargar la juventud. Congelar la diversión. Para negarme a cruzar las barreras irreversibles de la maternidad. La vida se empeña en abrirse paso a mi alrededor como el electro latino en la pista de baile. Cuando quise darme cuenta de la gravedad de la situación, la mitad de mis conversaciones ya giraban en torno al don divino de la gestación. 

Todo empezó hace siete años, cuando me comunicaron que iba a ser tía por primera vez. La emoción de la novedad, unida a la distancia física y mental con aquel evento tan exótico, aislado y casi mágico, no me puso lo suficientemente en alerta sobre lo que se me venía encima. Todo parecía una fiesta a mi alrededor y yo seguía siendo la niña mimada para aquellos padres sin nietos que recuerdo con nostalgia.  

Ser tía es lo más parecido a la paternidad que alguien puede experimentar antes de ser abuela y sin necesidad de ser madre. Es la forma más maravillosa de ver tus facciones y tus gestos reproducidos en miniatura, a la vez que puedes desembarazarte de cualquier responsabilidad en el sofá de tu casa con una cerveza en la mano. Es la mejor manera de vivir con naturalidad el vómito ajeno y el hedor de la caca caliente descansado sobre la mesa en la que va a producirse la comida familiar del domingo. Una caca de la que conviene no quejarse en público si no es la de tus propios sobrinos, porque a algunas personas les ofende saber que la mierda de sus adorables hijos huele a putrefacción y muerte.

Pero también tiene cosas malas. Cada visita a la casa matriarcal supone la constatación del desplazamiento emocional al que tus sobrinos te someten con crueldad. Primero fueron las muñecas, después la ropa, el maquillaje, y ahora mi propia habitación convertida en el parque temático de mi sobrina mayor a la que le tengo que pedir permiso para que me deje usar mis cosas. La presencia de niños en casa ha cambiado hasta el propio lenguaje, dando lugar a una revisión completa de la nomenclatura genealógica. Mis padres ya no son mis padres, porque son sus abuelos, y yo ya no soy su hija, porque soy la tía de sus nietos. Y así me veo como una idiota llamando “mamá” y “papá” a mis cuñadas y hermanos, que son llamados “papá” y “mamá” por sus propios padres que, a la vez escuchan “abuela” y “abuelo” de la boca de sus hijos y nueras. A mí me ha tocado ser “Nana” para toda la familia, gracias a la lengua de trapo de mi sobrina mayor cuando todavía estaba aprendiendo a hablar y que, no obstante, ha conseguido rebautizarme para todos los sobrinos venideros. 

Las conversaciones también han cambiado, y ni el cotilleo más jugoso que pueda ofrecerle a mi madre con todo lujo de escabrosos detalles, fechas, hoteles y sentencias de divorcio, le interesa ya más que lo que le acaba de decir su nieto de tres meses que, según ella, habla por bulerías y pronto será candidato al Nobel de Literatura.

Asumiendo la manipulación cautivadora con la que mis sobrinos se ganaron la atención de toda la familia, aguanté carros y carretas durante mucho tiempo, pero el otro día llegó el escándalo. Mi padre, mi amantísimo padre, del que claramente he sido la preferida inconfesable desde que me tuvo en sus brazos por vez primera, había cambiado su foto de perfil de whatsapp en la que aparecía yo, por otra en la que aparecía mi sobrino. Un adorable y listísimo bebé al que sostenía muy sonriente en brazos. La batalla estaba perdida. 

Pero ni siquiera fuera de la familia están las cosas mejor. Mientras que mi pandilla permanece virgen y perpetua, como un monumento al antinatalismo; amigas del instituto, de la universidad, de copas, copazos y vergüenzas ajenas, se reproducen ahora con total naturalidad, como si estuviesen predestinadas para ello, dejando en evidencia las advertencias desastrosas sobre los efectos de una vida alegre en la fertilidad.

Por vía matrimonial me ha tocado una pandilla en la que ya hay más niños que adultos, y en la que incluso se pueden ver casos extremos de parejas apenadas porque no consiguen un tercer embarazado en el plazo de cuatro años.

No es sólo que me crezcan los enanos, es que los enanos también crecen. Tener sobrinos es la manera más despiadada de comprobar el inexorable paso del tiempo cuando no se tienen hijos. Me hacen insoportablemente vieja, y qué le voy a hacer si es evidente que son los más listos y guapos. Mi sobrina de seis años maneja ahora un castellano vallisoletano que deja en evidencia mis confusiones con los tiempos simples del gallego, y cogerla en brazos durante más de cinco minutos acaba con mi endeble cuerpo hecho polvo. Mientras, el horno sigue calentando bollos y dentro de unos días tendremos a la tercera en brazos. Será mi ahijada bajo los mandamientos de la Santa Iglesia Católica. Por suerte para ella, en mí encontrará el mejor ejemplo de la virtuosidad cristiana.