Una de las piruetas más interesantes que las mujeres han logrado urdir durante los últimos veinte años es la de convertir un fenómeno esencialmente victimario —y, por tanto, de pura defensa— como fue el #MeToo en un movimiento de afirmación económica y de prosperidad. A diferencia de fiebres colectivas que han acabado en poca cosa, como nuestro procés de independencia, las hembras ya hace tiempo que no se contentan con denunciar los abusos que reciben como colectivo y aprovechan también la ocasión para reclamar un trozo más grande del pastel. Los machos hemos asistido a la emergencia del nuevo poder de la única forma que sabemos; es decir, segregando bilis como monos mientras fingimos que vivimos con deportividad el dominio de las mujeres e incluso haciendo ver que encontramos cierta gracia en deconstruirnos. El gesto es falso e hipócrita, of course, pero la historia a menudo también avanza con la ayuda del cinismo.

En este sentido, las mujeres han hecho muy bien de dejar de obsesionarse con que el sexo contrario las entienda y han comprado los avances del feminismo aunque —a un nivel puramente folclórico— esta doctrina las obligue a adaptar mandangas como el famoso totis de la exconsejera Tània Verge, que en gloria esté, y toda la matraca conceptual butleriana queer que nos han enchufado los californianos posh. Todo esto son accesorios que la mayoría de las mujeres toleran, pues saben que los cambios de poder también conllevan la tara de transformar pensamiento y lenguaje. En este sentido, las mujeres se dedican a disfrutar la posición ganada y lo celebran de una forma netamente capitalista; a saber, ganando mucha más pasta, sea a base de prosperar empresarialmente o —en un reverso del glamour monetario— protagonizando esos pódcasts de #SomEva, que son todo un homenaje catedralicio a la vida inframental.

Hay ciertos aspectos de la revolución feminista que provocan extrañeza. Primero el hecho que, al nivel de la macropolítica, la mayoría de mujeres que se han beneficiado del prime feminista sean señoras profundamente conservadoras, como Giorgia Meloni o Sílvia Orriols (unas lideresas que no entran en el canon de lo que se espera de una mujer porque, dirían las activistas, simplemente han copiado los gestos y los prejuicios de los machos). A su vez, a pesar del esfuerzo por ser un poco más empáticos y deshacerse de su eterna presunta condición de agresores, uno puede comprobar cómo los hombres se han convertido en seres cada vez menos atractivos. Quizás ya lo eran de entrada, ciertamente, pero ahora reciben pasivos las críticas de las mujeres y la única fuerza que tienen para matizarlas es ir a comprar pescadilla o poner lavadoras...

Nuestra Rosalía, que ha pasado de mover los muslos a ritmo de sardana a vestirse de monja para darnos unas turras importantes sobre el ascetismo

Dicen los americanos que las mujeres más jóvenes comienzan a adaptarse muy bien a la indiferencia hacia los hombres a base de renunciar al sexo, buscando una vida espiritual más profunda, alejada de todo aquello relativo a restregarse las carnes. Este cambio se explica en transformaciones como la de nuestra Rosalía, que ha pasado de mover los muslos a ritmo de sardana a vestirse de monja para darnos unas turras importantes sobre el ascetismo. Tiene cierta gracia que, en este nuevo estadio desde donde ejercen el poder, las mujeres hayan abrazado esta condición prácticamente mariana, lo cual hace muy bien de escribirse hoy, justo cuando celebramos la Inmaculada. En el fondo, la mujer de hoy tiene deseo de ser la Virgen, nacida de una concepción libre de pecado que le otorga una gran cintura para moverse libre por el mundo.  

Hay quien dice que las mujeres se aburrirán muy pronto de este bienestar, y volverán a buscar una existencia un poco más combativa, aunque sea al precio de resucitar a los machos. Veremos cómo evoluciona la historia, porque ellas todavía tienen que ganar mucho más dinero y triunfar mucho más en política, aunque sea desde lo que los cursis llaman la ultraderecha. Nosotros nos lo miraremos todo desde la pasividad de saber que este tiempo ya no es nuestro, pues, hoy por hoy, ya no contamos ni con el desprecio de las respectivas costillas. Nos sentimos solos y atenazados por el pecado original, faltaría más, y esto es algo que nunca hemos sabido acabar de digerir. Pero aguantaremos, por si algún día volvemos a hacer falta, aunque sea para hacer de consoladores.