La confianza es la base para el progreso de cualquier acción. Tener confianza en uno mismo marca la diferencia a la hora de dar el primer paso ante decisiones que marcarán, seguramente, momentos decisivos de nuestra vida. Educar a nuestros hijos en la fuerza de creer en sus capacidades, enseñarles a que confíen en ellos mismos, es esencial para que maduren y sean capaces de hacer frente a lo que ante ellos aparezca. Es un pilar esencial de la solvencia personal. 

Pero uno también debe saber que, por mucha autosuficiencia que haya conseguido cultivar, necesariamente necesitará de los demás, de los otros, para desarrollarse como persona, y muy probablemente, para ser feliz. Y para ello, será igualmente imprescindible saber confiar. Depositar "fe" en quienes sabemos que cumplirán. Tener una red de confianza marca la diferencia en muchas circunstancias de la vida. Y saber cuidarla no carece de dificultad. 

Más allá de nuestro círculo cercano están aquellas personas que identificamos como "de confianza". Gente que nos ha demostrado que es de fiar, que cumple con su palabra, que sabe estar y que está cuando hay que estar. Existen igualmente esos "cargos de confianza" desde los validos del rey que eran nombrados nominalmente y de forma directa, hasta los asesores de hoy, cuya labor dependerá siempre de que se mantenga viva esa confianza de base. Pueden ser cesados en cualquier momento. Cuando se hace un trato, se confía en que ambas partes cumplan. Y de no ser así, se confía en que la administración de justicia intervenga. 

Hobbes consideraba que el contrato social nos llevaba al orden ante el caos natural: en el acuerdo se cedía poder a cambio de seguridad. Locke introduciría después elementos como la protección de los derechos fundamentales por parte de los gobernantes y el consentimiento de los gobernados como base de la legitimidad del poder. Todo ello, establecido sobre la base de la confianza: de los ciudadanos respecto a sus gobernantes (y viceversa). Pero obviamente, para que se pueda establecer un equilibrio, Rousseau dio un paso más y estableció la necesidad de la voluntad general y la igualdad entre la ciudadanía para que las partes del contrato pudieran tener contrapeso y justicia. 

El cumplimiento de un contrato, ya sea social, o particular, es el objetivo de ambas partes. Existen cláusulas, condiciones, excepciones y circunstancias que pueden imposibilitar su satisfacción. Y para ello, para saber cómo interpretarlo y los efectos que pueden producirse por ello, está el Derecho. El propio Derecho emana, precisamente, de la confianza. De darle fuerza a un sistema normativo que debe regir para todos. Y precisamente, porque confiamos que los demás lo deben cumplir, yo lo cumplo; y hay un sistema (o debería haberlo), en el que confiamos que vigile y las haga cumplir de manera justa. De lo contrario, habrá muchos —pudiendo ser demasiados— que pasen olímpicamente de reprimir sus deseos por cumplir normas (como pasa demasiado a menudo). 

La pérdida de la confianza es un hecho. Y cuando la confianza se pierde, es muy difícil conseguir recuperarla. Pero la democracia no tiene otra alternativa

Un Estado Democrático y de Derecho debe contar con la confianza de sus integrantes en el propio sistema. La ciudadanía debe reconocer el buen funcionamiento, sentirse segura, y sobre todo, con la sensación de que "se cumple". Es la parte del trato. Cuando se rompen promesas, se rompe la palabra dada, cuando se incumple un contrato de manera dolosa (es decir, con la intención de incumplirlo), la confianza se destruye. Y en el ámbito del Derecho eso de la mala fe se tiene bastante en cuenta. Romper la confianza en el sistema puede suponer la caída de un castillo de naipes. La burocracia que se ha extendido como una plaga, alimentándose de nuestros impuestos para no hacer una brillante gestión de los mismos, está convirtiéndose, por desgracia, en norma. La cumbre de lo incívico parece estar cerca. 

El contrato social se supone que tiene entre sus objetivos establecer un cierto equilibrio entre la autonomía personal y la convivencia social. A nadie se le escapa que la autonomía personal se ve seriamente limitada por la capacidad adquisitiva (y por el tiempo y por la salud). Como tampoco se nos puede escapar que hay elementos que están generando tensión en la convivencia social: el acceso a la vivienda y la seguridad laboral son algunos de los más importantes. Esto sin hablar de la terrible sensación que genera el miedo al panorama internacional, donde es imposible fiarse de nadie. Sentir que no podemos confiar en nuestros "líderes", capaces de bombardear a gente inocente. Cuando esa esencia de la confianza se rompe, se corrompe. La corrupción, precisamente, en su sentido etimológico, significa "romper", "descomponerse". 

Es curioso que la propia corrupción lleve implícita en su propio término el hecho y su consecuencia. El corromperse, rompe. El corrupto no es-ni está íntegro. La corrupción es un mal endémico en la sociedad. Y muy especialmente en la nuestra. El año pasado, en 2024, la percepción de la corrupción en España había empeorado notablemente (y eso que no había estallado todo el escándalo todavía). Según el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, España ha caído cuatro puntos respecto al año anterior. Esto la sitúa en el puesto 56 de 100, descendiendo diez posiciones, desde el puesto 46 de 180 países. Es el peor resultado obtenido en años. A nivel europeo, España se ubica por debajo de la media, en el puesto 16 de 27. 

Una percepción que algo tiene que ver con el estancamiento en las reformas y la falta de avances en la legislación contra la corrupción, la politización de instituciones clave y el debilitamiento de los organismos de control, a los que hay que añadir los reiterados escándalos políticos y judiciales que estallan cada día. 

Más de la mitad de la ciudadanía española consideramos que los políticos son generalmente corruptos, y una cantidad similar considera lo mismos de los empresarios. La pérdida de la confianza es un hecho. Y cuando la confianza se pierde, es muy difícil conseguir recuperarla. Pero la democracia no tiene otra alternativa. 

Es urgente y necesario reconstruir lo que se ha roto. Y desde luego, ser capaces de mejorar el sistema para evitar que todo lo que estamos viviendo vuelva a suceder.