Decía Toni Comín, a raíz de la decisión de la Mesa del Parlament de suspender a la presidenta Laura Borràs, que se había escrito una página negra en el proceso de independencia catalán. Aunque coincido con la idea, corrijo el término: lo que se está escribiendo es un capítulo entero. Al fin y al cabo, el gesto de sumisión que han perpetrado ERC y la CUP aceptando la lógica represiva no es más que el colofón de un largo camino de renuncias que tuvo, en la sesión de la mesa de diálogo del día anterior, uno de sus momentos más vergonzosos.

Podemos, pues, sentirnos indignados, tristes, abatidos, desconcertados y todos los demás sinónimos que, hoy por hoy, definen el estado de ánimo de una gran parte del independentismo, pero no podemos estar sorprendidos. La derivada que ha seguido ERC, y que a menudo ha apuntalado la CUP —que gritan mucho contra el régimen, pero, a la hora de la verdad, siempre acaban siendo cómplices—, esta derivada empezó justo cuando se aplicó el 155, y ya no ha tenido vuelta atrás. La estrategia de ERC viró radicalmente desde aquel preciso momento, y, en un giro brusco de asunción de la derrota, decidió rendirse. ERC no ha hecho más que, desde entonces, aceptar los términos del régimen, apuntalar sus cimientos y comprar su lenguaje, a menudo de una forma burda, como las declaraciones rufianescas de infausta memoria. Por eso impidieron la confrontación por el president legítimo y abandonaron —cuando no ridiculizaron y demonizaron — al president Puigdemont. Y a partir de aquella renuncia, vinieron todas: el abandono del exilio, la aceptación ignominiosa de la defenestración del president Torra, los casos Puig y Juvillà y ahora el caso Borràs. Además de aceptar, sin despeinarse, el tutelaje judicial sobre del Parlament y las leyes que emite. Si sumamos que la maquinaria represiva, vía justicia patriótica, no ha dejado de trabajar ni un segundo, juicio tras juicio, para derribar el movimiento independentista, la sumisión de los republicanos acaba siendo absoluta.

En este sentido, y a pesar de la gravedad del caso Borràs, todavía es más grave el tema de la mesa de diálogo, porque es allí, sobre los escombros destruidos del independentismo, donde se está construyendo el nuevo edificio autonómico. Desde el primer momento ERC ha aceptado la lógica del Estado: el relato impuesto, las personas que tenían que formar parte de la mesa, la dilación del calendario... Ha sido un proceso tan bestia de disolución del conflicto catalán, que, en comparación, el encuentro de Torra y Sánchez de hace dos años parece una cumbre de altos mandatarios. Cuando menos, allí se presentaron 43 puntos de debate y de posible acuerdo, aparte de permitir los participantes de cada parte. Ahora el Estado impone los miembros de la mesa, el conflicto se ha convertido en humo y los acuerdos son como las bolitas de los trileros: han desaparecido. Y, sin embargo, ERC ha seguido comprando todas las pautas impuestas del Estado, mientras apuntalaba al Gobierno vía pactos gratuitos, y todo ello lo hacía incluso aceptando que fueran espiados. Al fin y al cabo, el Estado nunca ha dejado de tratar a ERC como vasallos bajo sospecha, el problema es que ERC ha aceptado esta condición de vasallaje. Y su comportamiento en el caso Borràs, como en el resto de casos acumulados, es parte de este vasallaje.

Si durante los últimos años hemos vivido la transmutación del catalanismo autonómico hacia el independentismo, ahora estamos viviendo el proceso a la inversa, con una aceleración que da pavor

¿Por qué lo hace? ¿Por qué ha virado hacia un camino de renuncias que nos devuelve al autonomismo más acomplejado? Es evidente que la prisión y el resto de resortes represivos han sido una trituradora que ha engullido corajes, compromisos e ideales. Y también lo es que los indultos han sido un anzuelo de enorme eficacia, la jugada maestra para desarticular el procés. Ciertamente, todo se puede entender en términos personales, dada la dureza de la situación. Pero entonces, aquellos que han decidido renunciar a todo —cuando antes del 2017 eran los que más gritaban—, ¿por qué no lo han dejado y punto? Es decir, lejos de asumir su condición de derrotados e irse a casa, han decidido mantenerse en la poltrona y arrastrar todo el independentismo hacia posiciones de derrota, aunque han utilizado términos rutilantes del estilo "ampliar la base" y otros eufemismos tramposos. La realidad: había que desmontar todo el procés.

Por eso se ha desmovilizado la sociedad civil que estaba organizada; por eso se ha dado apoyo, gratis total, al gobierno socialista; y por eso mismo se han rendido ante cada cornada del Estado, que nos aplica, de manera implacable, la soberbia vengativa de los vencedores. La última: la cacería descarnada contra la presidenta Borràs.

Que ahora la CUP y ERC lo disfracen como lucha contra la corrupción no deja de ser un gesto de maldad, muy propio del cinismo partidista. Primero, porque han dinamitado completamente la presunción de inocencia —gravísima vulneración del reglamento a un derecho fundamental— y, segundo, porque no han tenido en cuenta el historial de lawfare que ha sufrido y está sufriendo el independentismo, siempre con total impunidad. Desde esta realidad, que dos partidos "independentistas" compren la lógica represiva después de todo lo que ha pasado, es indecente y no es creíble, más allá de intentar hundir al adversario electoral. En el caso de la CUP, por cierto, y desde el disparate de destruir la presidencia de Artur Mas, que era el objeto de caza de todos los estamentos del Estado, ya quedó todo muy claro. Algún día habrá que preguntarse qué grado de infiltración policial hay dentro de la CUP. Estoy convencida de que no es menor.

Nada, pues, de lo que ha pasado es sorprendente, una vez asumida la estrategia de la renuncia. Sencillamente, lo aplican con la servidumbre requerida. Hay que asumir, en consecuencia, que el sólido edificio independentista que perpetró la gesta del Primero de Octubre, resistió durante el 155 y se ha mantenido persistente desde entonces, tiene las paredes llenas de explosivos. Están demoliéndolo, con la esperanza de construir encima un pisito tutelado, en el que poder ir tirando, sin molestar demasiado. Si durante los últimos años hemos vivido la transmutación del catalanismo autonómico hacia el independentismo, ahora estamos viviendo el proceso a la inversa, con una aceleración que da pavor. Una inversión que, encima, protagonizan activos que hasta ahora trabajaban por la independencia. Difícil imaginar un escenario peor. Difícil y triste.

De eso trata el caso Borràs. Y el caso Torra, y Lluís Puig, y el exilio en global, y el caso del president Puigdemont: de abandonarlos como elementos díscolos, con el fin de mantener al amo contento. Es una rendición completa. O, para decirlo con más precisión, es una capitulación total.