Me place especialmente esta época de extinción del mes de agosto y de principios de setiembre en la cual, todavía esclavos de un calendario escolar nostálgicamente presente, nos dedicamos a escribir los propósitos de un nuevo curso cayendo en el tópico más resabido, porque la necesidad de anhelar es algo que siempre acaba igualando a los seres humanos por lo bajo. Quizás es que me acerco peligrosamente a un cambio de dígito asociado a una crisis ancestral en los machos, pero la lista de propósitos me resulta más corta cada año que pasa. Hoy por hoy, solo me permito exigirme un cierto aumento de la cuota estoica, la cual idea, sin pedanterías, implicaría cabrearme poco ante las miserias de la tribu, hacerme las ilusiones estrictamente necesarias, no tomarme demasiado en serio y, de vez en cuando, regalarme el placer de descansar. Cuando escribes a menudo sobre política sin venderte el alma a los partidos, la lista resulta casi imposible.

La cosa tiene gracia: mientras diuen diuen diuen que la tribu se acerca al momento deseado de la liberación, y cuando todo quisque esculpe discursos sobre la libertad de expresión abrazando a nuestros poetas del rap, en Catalunya los discursos políticos cada día son más banales y, por consiguiente, la disensión vive todavía más perseguida. Últimamente, y es algo que no solo afecta a este plumilla que os escribe, los políticos del país se han acostumbrado a enviarte whatsapps con citas de alguno de tus artículos sin añadir ningún comentario, como este tipo de mafiosos que te envían una foto de la escuela de tu querido hijo con el conocidísimo mensaje oculto del sabemos donde vives (os sorprendería mucho saber hasta qué altísimas instancias llega esta costumbre). No me quejo: siempre he acarreado el peso de la libertad sin lloriquear; pero, últimamente, la desfachatez de los compradores de almas consigue mermarme la energía.

En Catalunya los discursos políticos cada día son más banales y, por consiguiente, la disensión vive todavía más perseguida

Este año he vivido muchas veces la situación de estar ante algún influencer gubernamental que, aunque reconoce la veracidad de mis tesis sobre el procés y su ya conocida obsesión por vender motos taradas a la población, me advertía de no pasarme de crítico a riesgo de perder algún curro. Este es un país donde las amenazas siempre se disfrazan y en el que la pela se utiliza como un rifle. Lo he contado a mansalva: si nuestra clase política (o una parte muy pequeña de los que vivieron afectados por el 155) no ha podido tolerar quedarse unos meses sin el sueldo que les regalaba el autonomismo, ya me diréis si esta peña es la que puede conducirnos a un proceso con tanto sacrificio como el que exige la independencia política de España. Que ellos sean y obren así es intolerable pero podría llegar a ser comprensible: que se crean que todos lo somos, mire usted, resulta trágico.

Aprender a no cabrearse, darte tiempo para descansar. Tal como va la cosa, ya lo veis, resulta mucho más realista proponerse aprender japonés, ir al gimnasio cada día o hacerse vegetariano. Se acerca un curso apasionante donde la tentación de supeditar la libertad del pueblo de Catalunya a los chantajes emocionales de su clase política cada día será más fuerte, un tiempo en el cual el catalanismo vivirá su dilema permanente: o disfrutar sádicamente con la represión del Estado (que continuará intacta cuando los presos reciban condena) o impulsar un sacrificio real que no implique mártires ni procesiones con tal de regalar la libertad al pueblo. Veremos mucha tristeza, y cuando más sufrimiento más tentación de seguir viviendo del chantaje. Será difícil no enfadarse, aprender a descansar, pero también deberemos continuar con la misma absurda determinación de escribir. De escribiros. Volvemos a empezar, cierto es.