La degradación moral de la política catalana ha quedado demostrada esta misma semana con el absurdo desfile de pancartas en el balcón de Palau. Sé que, últimamente, el simple acto de recordar hechos incuestionables a mis conciudadanos provoca un pico general en la cojonera del alma, pero me permitirán que este columnista continúe con la obsesión por tratarles de adultos racionales. Primera cosa; que el president Torra mintió a la ciudadanía al asegurarle que no retiraría la simbología amarilla en recuerdo de presos y exiliados de la fachada de la Generalitat. Segunda y mucho peor; que el Molt Honorable 131 nos trató a todos como retrasados cuando pasó la pelota de su decisión final al Síndic de Greuges y no solo porque los informes de esta figura no tengan carácter vinculante, sino porque después hemos sabido que Torra conocía la opinión del caixa-cobri de Ribó días antes que acatase el mandato de la JEC.

Como hemos repetido ad nauseam, el problema de mentir continuamente al pueblo es que las falsedades acostumbran siempre a degenerar de forma exponencial. Con la polémica de los carteles y lejos de prestigiar la soberanía del Govern, el president ha provocado un infantilísimo cambio de cromos en el balcón de la Generalirat, derivando en el consiguiente circo mediático (¿Cuál será el próximo cartel, Quim? ¿Una pancarta en blanco para que todo el mundo pueda poner ahí su meme?) y demostrando también por enésima que necesita la aprobación de algún agente exterior con tal de cimentar sus decisiones. Por si ello fuera poco, la semana ha acabado con la policía nacional (sic) interviniendo en institutos del país de una forma indigna (los Mossos deben de pensar que los lacitos contagian la varicela) y con la derecha española encantada con el contexto ideal para resucitar el 155.

Uno podría pensar que todo ello es solo el fruto casual de una demostradísima incompetencia o de una absoluta falta de estrategia del president y de su equipo. Y no le faltaría razón, pero la cosa –como siempre– todavía es más perversa, porque tras toda esta zarzuela de pancartas y lacitos, el president y los capataces de Junts per Catalunya ya han empezado su particular campaña política para pedir a la ciudadanía que “inunde de amarillo las calles del país”. Si os fijáis, la táctica convergente de siempre consiste en ir rebajando las pretensiones políticas del vulgo sin que la gente vea como ello comporta bajar el listón. En pocos meses, el independentismo ha pasado de ser un movimiento que exigía una secesión unilateral (previo referéndum), a un clamor para la liberación de los presos, para acabar en un magma reivindicativo de la república y la libertad de expresión.

Como puede ver cualquier persona, la finalidad principal del independentismo ha quedado banalmente disfrazada de otras causas (nobilísimas todas ellas, sin duda), con el objetivo de alentar momentáneamente al pueblo para asegurar que en las elecciones todo quisque conserve la silla, pero con el objetivo último de volver a hacer creer a todo dios que la independencia es imposible. “Tu critiques molt, Bernat, però tu què faries?”, me dicen muchos amables lectores cuando perturban mi paseo nobiliario por el Eixample. Os digo aquí lo que siempre digo a la cara: recuperar la verdad, volver a creer que la verdad y explicar funciona. Porque sin un mínimo sentido de la verdad y de la decencia, la política catalana está destinada a emponzoñarse en una decadencia que hoy será de pancarta, mañana de lacito y en el futuro vete tú a saber qué problemática de primerísimo orden político.

Esta última semana, querido conciudadano, te han tomado el pelo de nuevo. Si no crees que corregir esta dinámica ya es proponer y hacer algo para mejorar nuestra vida, es que el problema es mucho más grave de lo que me pensaba.