Por esas curiosidades de la vida, los catalanes estamos procesando en cuentagotas la verdad sobre los preparativos del 1-O y la no aplicación del referéndum gracias a la (tan prevaricadora como tozuda) tarea del juez Pablo Llarena, que no sólo ha resultado ser el brazo político de la represión judicial con que Rajoy, Sánchez y Rivera pretenden silenciar el independentismo, sino también uno de nuestros grandes informers. El lunes pasado, sin ir más lejos, Marta Rovira volvía a insistir en el hecho que pidió a Carles Puigdemont que detuviera la votación el mediodía del 1-O, justo cuando las imágenes de la policía golpeando salvajemente a la población empezaban a viajar a todos los grupos de whatsapp del país. La cosa tiene cierta gracia, porque hasta ahora y sotto voce, eran los tuiteros clandestinos de Esquerra quienes te contaban airados como fue el PDeCAT quien pretendió tocar la corneta de la retirada la mañana del referéndum no aplicado, por miedo a que la violencia aumentara radicalmente durante el día.

El juez Llarena se lo debe pasar pipa viendo como los independentistas no sólo se desacreditan ante sus electores (admitiendo que ni habían pensado en aplicar el referéndum ni tenían ningún tipo de preparación efectiva para, cuando menos, intentarlo; lo cual, dicho sea de paso, no es sólo una estrategia de defensa), sino también admirando como los partidos catalanes juegan a un sálvese quien pueda donde todo el mundo afirma haber sido el primero en avisar al Molt Honorable 130 de que el procés se tenía que detener para devolverlo a la guarida tranquila y estéril de la legalidad española. Así Marta Pascal, ¡ay!, que declarando en el Supremo parecía tan convencida de su marco legal como si ella misma hubiera escrito el artículo octavo de la Constitución del 78: ni los estrafalarios jacobinos de VOX, pobrecitos míos, osaron pedir fianza para la colíder convergente. Llarena, insisto, debe estar rogando para que el juicio se eternice.

Junqueras haría bien en luchar y hacer todo lo posible para que el Parlament escogiera al candidato que votaron los catalanes y ponerse a disposición de un nuevo gobierno Puigdemont

Esquerra cree ingenuamente que sólo llegará a reinar en el mundo del independentismo si modera el lenguaje de sus líderes y así gana tiempo y aire con la conocidísima excusa de ampliar la base social del secesionismo. Pero si continúa por este camino, el partido republicano no sólo no será hegemónico en términos electorales en Catalunya (donde el predominio del moderantismo, las verdades a medias y el sí-pero-no lo tiene medidísimo por palmos el mundo convergente), sino que acabará despedazado en luchas internas como así le ha pasado al PDeCAT. En vez de escribir cartas sobre el amor desde Estremera, Junqueras haría bien en luchar y hacer todo lo posible para que el Parlament escogiera al candidato que votaron los catalanes y ponerse a disposición de un nuevo gobierno Puigdemont, que es —hoy por hoy— la única incomodidad que puede incomodar las marmóreas estructuras de poder español.

A su vez, Rovira sólo podrá seguir siendo una líder independentista con credibilidad si reivindica como ella misma estuvo en contra de suspender la declaración de independencia y se enfrentó directamente y de forma forzuda a Junqueras cuando el vicepresident se puso de perfil cuando el Govern renunció a la unilateralidad. Haciéndose la moderada y escudándose nuevamente en la violencia del Estado, Rovira no sólo está justificando que el independentismo retroceda ante la amenaza de fuerza bruta española (que es justamente aquello que los ciudadanos no hicieron el 1-O, mostrando un coraje que todavía hace temblar), sino que deja Esquerra expuesta al suicidio innecesario de convertir su partido en una cosa pujolista. Dicho esto, esperemos que en las próximas semanas sean nuestros políticos quienes nos digan la verdad: porque tenerla vía un juez español da una cierta vergüenza ajena.