Resulta muy sintomático que ninguna de las conmemoraciones y reportajes de los veinte años de los ataques del 11-S en Nueva York que haya podido ver se haya centrado en cómo el atentado de las Torres Gemelas afectó a aspectos como la libre circulación de los individuos o su privacidad. Los que tenemos cierta edad recordamos cómo, desde la promulgación de la Patriot Act por parte de la administración Bush (W), el mundo naturalizó formas de vigilancia, monitorización y a menudo agresión corporal que el tiempo, desdichadamente, ha normalizado sin ningún tipo de oposición. Hace cuatro lustros, muchos conciudadanos se escandalizaban del hecho de que muchos aeropuertos del mundo pudieran escanear nuestros cuerpos desnudos, que la administración pudiera traficar con imágenes de reconocimiento facial y que la trazabilidad (es decir, el seguimiento físico) de los individuos por parte del estado superara de mucho la estricta vigilancia.

El tiempo ha pasado, en efecto, y en este presente pandémico sorprende comprobar cómo, lejos de alarmarnos, estamos tan acostumbrados a compartir nuestra biografía geográfica y estética con Mr. Google que ya nadie cuestiona la eticitat del hecho de que haya que obtener una app de reconocimiento facial para poder entrar a una discoteca o que la administración europea pueda exigirnos llevar un pasaporte en el bolsillo según el cual nos hemos vacunado o recuperado de la covid-19. El hecho es preocupante, no porque estemos cavilando sobre si el dueño de la nube internauta disfruta mirando nuestras fotopollas o las imágenes horteras que compartamos en Instagram, sino que hablemos del hecho de que información sobre nuestra corporalidad más íntima (a saber, la salud) pueda ser de dominio natural de la burocracia y que los estados puedan tener la tentación de utilizar de nuevo su biopoder como un arma de control masivo.

Todo lo que hace veinte años era escandaloso se ha ido digiriendo como una parte más de lo cotidiano y los privilegiados individuos de Occidente establecen sin problemas una nueva forma de documentación que puede dejar a muchos conciudadanos y 'left behind' sin papeles

Que la mayoría de administraciones normalicen la intromisión en nuestra privacidad sanitaria refiriéndose al documento salvífico como "pasaporte" (a saber, uno de los papeles que garantiza nuestra ciudadanía y nuestros derechos) vincula la cuestión sanitaria y la legal de una forma desacomplejada. Algunos tribunales españoles ya han puesto de manifiesto que este tipo de identificación es problemática con respecto a la confidencialidad y el derecho a la no discriminación y, de hecho, hay personas con ciertas dolencias (cánceres o enfermedades similares que comportan inmunodeficiencias) que no pueden vacunarse y les será muy difícil acceder a este documento. A su vez, existe una significante parte de la población inmigrada europea que todavía no se ha vacunado porque no utiliza los canales tradicionales de información o también porque tiene miedo de entrar en un sistema que los registre y acabe implicando su deportación.

No es ningún secreto que el acceso a la vacunación en lugares muy poblados del mundo como África no llega al 5%. Exigir un pasaporte sanitario para viajar por todo el mundo puede limitar la movilidad de muchos ciudadanos del planeta e incentivar (todavía más) un mundo que vaya a dos velocidades donde sólo se permita el libre movimiento a una población supuestamente inmune. Entiendo perfectamente que el lector alegue el argumento según el cual toda medida que condicione la privacidad es un mal menor si la seguridad del todo social sale favorecida. El problema, como siempre, es qué entendemos por este conjunto de hombres y mujeres; si, en definitiva, queremos que nuestras comunidades sean restaurantes y bares inmunizados en los que conviva quien pueda permitirse una PCR repetidamente o si podemos urdir sistemas más porosos que no ataquen frontalmente todo aquello que hasta hace no mucho era patrimonio individual.

Haciendo honor a mi profesión, me interesa mucho más exponer las preguntas a las cuales nos enfrentamos que dar una solución mágica inexistente. Lo que sí podemos decir con cierta objetividad es que todo aquello que hace veinte años era escandaloso (como los masajes a los cuales nos sometía la policía antes de entrar en un avión o la discriminación racial que sufrían los conciudadanos sospechosos de un perfil filoterrorista) se ha ido digiriendo como una parte más de lo cotidiano y que los privilegiados individuos de Occidente establecen sin problemas una nueva forma de documentación que puede dejar a muchos conciudadanos y left behind sin papeles. Algunos espíritus naifs decían que esto de la pandemia y la clausura en el hogar nos haría mucho más bondadosos y confiados, pero parece ser que los pesimistas hemos acertado de nuevo y nos acercamos a un planeta donde dentro de poco el enfermo será el nuevo chivo expiatorio.