Una de las muchas alegrías que nos ha dado la Covid-19 y el posterior confinamiento, aparte de saber que la humanidad y sus gobiernos siguen exhibiendo la misma irresponsabilidad estulta de antes de la pandemia, ha sido la proscripción informativa (cuando no directamente el olvido) de todo aquello que tiene que ver con los presos políticos y los exiliados. En pocos meses, Catalunya ha pasado de conocer el día a día de sus reclusos y expulsados más ilustres, lo cual implicaba saber noticias tan diversas como la evolución de las piezas de cerámica de la colección de Jordi Cuixart o el enigma de cómo llamará Carles Puigdemont al partido que se acostumbra a inventar cuándo hay elecciones, en un desierto total a los medios que ni los jefes de prensa más sagaces han podido romper. Cuando los humanos tienen miedo, advertía Hobbes, el propio canguelo tiende a ser el único objeto de interés político.

Pasar de un empacho informativo a la práctica ausencia de los presos y exiliados en la actualidad no tendría que ser necesariamente una mala noticia, ni tendría que comportar ninguna crisis de fe en todos aquellos ciudadanos que, desde posiciones muy diferentes, querríamos libres a todos los cautivos y añorados. De hecho, este paréntesis que todavía dura podría ser una muy buena ocasión para curar la manía del catalanismo de dispensar los errores y las mentiras de sus mártires en el hecho de que se encuentren injustamente reprimidos por la judicatura española. Sería oportuno, en definitiva, que rompiéramos la ecuación habitual en la tribu según la cual una condena injusta te salva de tu responsabilidad y de los compromisos parlamentarios que habías adquirido con tus electores. Excusar la necesaria crítica de los líderes del procés en la sentencia del juez Marchena es el mejor favor que podríamos hacer a España.

La libertad, para un político y para un ciudadano del común, no sólo implica el gozo de pasear el perro alrededor de casa, sino que también es la exigencia de ser deudor del contenido político de tus compromisos. No hay nada insultante ni contradictorio en querer la libertad de los presos y afirmar que la mayoría de ellos adquirieron unos compromisos con el pueblo que sabían falsos. No hay nada ofensivo al manifestar que esta generación de políticos que ahora está en la prisión (y todos sus herederos, que actualmente se disputan como ratones las migajas del autonomismo post-155 y post-Covid) nunca tuvieron la intención de aplicar ni uno solo de los puntos esenciales de la ley de transitoriedad y del referéndum. No pasa nada, al límite, ya que la liberación nunca se hace desde la farfolla, y la política catalana ya hace diez años que ha normalizado la falsía como puntal en la relación entre líderes y ciudadanos.

Como se ha visto durante los últimos tres años, gobernar Catalunya desde Lledoners o Waterloo implica comandarla desde España y asumir que no se podrá vivir nunca en libertad

Esta misma semana hemos visto como Esquerra y la CUP (y da lo mismo que sean estos partidos u otros) se ausentaban de una votación en el Congreso donde se favorecía la persecución política de Laura Borràs por un tejemaneje absurdo en las subvenciones, habitualísimo en todas las administraciones españolas. A mí me da igual que Borràs sea culpable o no, pero sé a ciencia cierta que no se puede decir "Libertad presos políticos" mientras se favorece que la judicatura española enmiende a un solo político catalán, por mucho que se sospeche que ha matado a Kennedy. Ya que si algo ha demostrado el juicio a los presos, amigos míos, es que los españoles se tienen que esforzar muy poco para meter a un conseller del Govern en chirona. Si han sido capaces de convertir unas aspiraciones de costellada y porrón en toda una conspiración para la sedición, ya me diréis si necesitan mucha inventiva para acabar imputando cualquier ciudadano de Catalunya.

Los políticos y exiliados no perpetraron ninguno de los delitos más graves por los cuales están en la prisión. Sí y recontrasí, fieles lectores. Pero por este mismo motivo, que no hicieron nada, tampoco intentaron cumplir sus promesas. Decirlo no es insultar la añoranza que Oriol Junqueras tiene para con sus hijos, ni frivolizar con todas las familias que llegan a casa y notan la ausencia de maridos y familiares. La nueva normalidad de los presos implicaría también normalizar esta verdad ahora ya incuestionable, así como asumir de una vez por todas que los protagonistas del 27-S y del 1-O no tienen la autoridad moral para encabezar (ni liderar, aunque sea en la sombra) cualquier proyecto que tenga la pretensión de llamarse independentista. Como se ha visto durante los últimos tres años, gobernar Catalunya desde Lledoners o Waterloo implica comandarla desde España y asumir que no se podrá vivir nunca en libertad.

Esta tendría que ser la nueva normalidad de los presos políticos. La pausa de la Covid-19 podría ser un gran momento para abandonar nuestros traumas de niñez. Sin embargo, como os podéis imaginar, intuyo que la realidad me desmentirá, una vez más.