Que el concepto de autodeterminación desbordara la tradicional apelación a la independencia del soberanismo fue la nota más importante del discurso de Puigdemont en Madrid. Inyectando el derecho de autodeterminación de los pueblos en el centro del vocabulario gubernamental (un amparo que, como recordó el Molt Honorable, todavía es reconocido por España a través de la Carta Internacional de los Derechos Humanos), el president no sólo ha ayudado a situar la libre voluntad de los catalanes en el centro filosófico y político del procés, sino que abandona así las ambigüedades lingüísticas de su predecesor 129, que nunca había pronunciado la palabra autodeterminación en toda su carrera política y todavía lo esperamos.

Esta precisión conceptual contrastó, no obstante, con algunas dosis de aquel habitual processisme for dummies con que nuestros representantes explican el porqué de todo a sus amigos madrileños o, para decirlo en su acepción castiza, la genealogía histórica de aquello del ¿Cuándo se jodió lo nuestro? Este discurso, que ahora ya es antiguo y que a los españoles les importa bien poca cosa, muestra la dualidad que se esconde entre los partidarios de ir directamente con el referéndum y los reticentes que todavía explican la historia del divorcio entre Catalunya y España a la espera de conmover espíritus de la capital para que les caiga la lagrimita y abracen la tercera vía con una oferta de última hora que no podremos rehusar.

Resulta muy positivo que Puigdemont abandone las tentaciones de los pactistas que se esconden todavía en su partido y sería bueno que el president y su equipo más íntimo maten la retórica del 9-N para dotar el referéndum de un carácter vinculante

Resulta muy positivo que Puigdemont abandone las tentaciones de los pactistas que se esconden todavía en su partido (y, desgraciadamente, en su propio gobierno) y sería bueno que el president y su equipo más íntimo maten la retórica del 9-N para dotar el referéndum de un carácter vinculante. Uno de estos prerrequisitos, paradigmáticamente, sería insistir en el hecho de que la votación se puede perder, que no es un akelarre independentista más que sólo movilizará a los votantes del . De hecho, una diferencia entre los tiempos de la consulta no refrendaria de Mas y el referéndum de Puigdemont es que están casi la mitad de los votantes del no con el gusanillo de la urna que, en caso de ejercer su voto, marcarían diferencias.

Una vez hecha la convocatoria, el gobierno tendría que centrarse en institucionalizar una campaña binaria lo más seria posible, dando la voz a los votantes del no en todos los debates y ofreciéndolos la máxima cobertura institucional posible. Hay que recordar una y otra vez que los contrarios a hacer un referéndum en Catalunya se encuentran en la más estricta minoría y radicalidad. A mayor presión del derecho de autodeterminación, más se obligará Rajoy a hacer cara de enfadado en las ruedas de prensa donde, paradigmáticamente, demuestra una y otra vez no tener ningún poder real (que no sea militar) para impedir el voto. A mayor normalización de la autodeterminación, la violencia de los discursos también se hará más patente.

Con la (re)elección de Sánchez como capataz del PSOE, se ha demostrado la pérdida evidentísima de poder de todos aquellos que ostentaban la máquina discursiva y política española. Si el PP reacciona con mucha violencia contra el referéndum, se puede producir el mismo resultado no sólo en Catalunya sino en el resto del Estado. El Govern haría bien en contrarrestar la impotencia española con una campaña lo más positiva posible, que vuelva a aquello que había hecho fuerte el independentismo a partir del 2010: la estructuración de un proyecto ilusionante y regenerador que contraste con la decadencia de los grandes espacios de poder de los estados nación de Europa. Pero ante todo, y gracias president, hay que normalizar el discurso de la autodeterminación.