Poco a poco, y con su habitual maña propagandística, el independentismo autonomista ha conseguido convertir a los presos políticos en moneda de cambio de la segunda transición española mientras los líderes catalanes normalizan las negociaciones en la prisión con Podemos para demostrar a su electorado que otra España se posible. Bajo una apariencia de tensión, el vodevil funciona para todo el mundo: a Esquerra ya le va bien ampliar la base (puf) de Pablo Iglesias en Catalunya para ir preparando el caldo de un futuro tripartito. El espacio convergente, por otra parte, tiene las mismas ansias de sellar un nuevo pacto de coexistencia con el Estado, pero la moderación de los republicanos hacia la tercera vía ya les va bien a Torra-Puigdemont para fingirse más radicales. A Sánchez también le prueba tener a la secretaria de visita en Lledoners: los jueces podrán condenar a los presos políticos a penas durísimas, pero él siempre tendrá la carta del indulto y, por tanto, de la rendición indepe.

Es realmente instructivo comprobar cómo la coacción de los carceleros españoles tiene un lenguaje prácticamente gemelo del chantaje emocional con que los presos están tomando el pelo a la tribu. Hace pocos días, Jaume Asens admitía que la aprobación de los presupuestos de Sánchez-Iglesias facilitaría un clima de distensión que ayudaría a repensar las condenas. A fuego muy lento, los presos políticos van adquiriendo el status que hasta ahora habíamos tenido los ciudadanos de Catalunya: puedes negociar conmigo, dice el Estado, pero recuerda que si no me apruebas lo de la pasta tú y tu familia quizás tendréis problemas. Es el argumento de la mafia, ya lo sabíamos, pero hábilmente normalizado para que acabe pareciendo que España nos hace un favor liberándonos a los políticos. Ha hecho falta tener al Govern de la Generalitat en prisión para que se manifieste cómo negocia el kilómetro cero: en una próxima vida, ya nos lo podríamos ahorrar.

Por fortuna, no todo el mundo está jugando a la farsa con la misma cuota de cinismo. Desde hace tiempo, Jordi Cuixart se ha negado a hacer de moneda de cambio de esta segunda transición al autonomismo, y la posición del presidente de Òmnium no es solo una cuestión de oportunismo político ni de aspiraciones presidenciales (que también): diría que Cuixart, a diferencia de Jordi Sànchez-Madí, fue de los pocos líderes que creía honestamente en ganar el referéndum del 1-O y en no convertir la votación en una mera forma de presionar al Estado. Cuixart ha entendido que el problema del independentismo no ha sido de ideales ni de hojas de ruta, sino de medias verdades y líderes miedosos. Mientras Junqueras reza el padre nuestro para que Dios lo convierta en el nuevo Pujol y Puigdemont sueña en ser Tarradellas, Cuixart toma notas y va madurando el futuro. En las mesas de negociación de Lledoners ni está ni se lo espera.

Todos los procesos de rendición tienen su particular nomenclatura. Si hace meses se acostumbraba a escarnecer a los partidarios de la vía unilateral con el adjetivo de hiperventilados, ahora el procesismo se sacude la crítica llamando puros a los secesionistas que no comulgamos con la negociación de los presupuestos con los carceleros españoles, por simpáticos muy que sean. Claudicar también produce purgas de los disidentes, y esta semana veíamos cómo Maria Vila era expulsada de las tertulias de Catalunya Ràdio por simples motivos políticos. El nivel de degradación, con respecto a discurso y pluralidad, llegará muy pronto a cuotas soviéticas y, aparte de retratar a todo el mundo, creará espacios de renovación política interesantes. No sé cuándo llegará la buena nueva, pero está bien claro que la población ya está harta de tragarse mentiras. Si los imperios más poderosos han caído, imaginad estos aficionados.