Después de una semana creativa con bailes de cifras incluidos, la última encuesta Ómnibus del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat ha concluido que el 52,3% de los conciudadanos no quieren que Catalunya sea independiente y el 40,8% sí. Una primera lectura banal nos llamaría a felicitar de corazón a los partidos independentistas (y más en concreto ERC) por su espléndido resultado de ampliar la base. A su vez, también podríamos agradecer al entorno de Junts per Catalunya su esfuerzo por institucionalizar el ridículo político más espantoso, de la desobediencia con marcha atrás de Laura Borràs en el asunto de aquel diputado de la CUP del cual ya no recordamos ni el nombre (la presidenta, por otra parte, puede acabar tocada de muerte o inhabilitada por la justicia), hasta la última performance del Poco Honorable Quim Torra después de plantar al tribunal de justicia que lo ha acusado de desobediencia y a quien el gran vividor de la tribu, diga lo que diga, acabará pagando la multa y acatando.

Todo eso es de una solidez incontestable y hace que la parroquia, es lógico, vaya dándose cuenta de la estafa y la escasa calidad moral de sus aparentes líderes lentamente. A su vez, incluso un sociólogo de caliqueño sabe que los porcentajes de auge del independentismo han variado al alza cuando este mostraba más determinación y sentido democrático, y es así como antes del 1-O (un acto claro y distinto de ejercicio autodeterminativo) los porcentajes del sí se dispararon. Eso explica también, como no me cansaré de recordar, el hecho de que el referéndum hiciera cagar de miedo a las oligarquías indepes, conscientes de que les sería muy difícil de pervertir la fuerza de un acto que, como el tiempo ha demostrado, los enemigos no pudieron contrarrestar ni tan solo con el uso de la violencia. La cosa, por lo tanto, es de parvulario: cuanta más determinación y claridad demuestra un movimiento, más se impone y amplía el efecto.

Incluso un sociólogo de caliqueño sabe que los porcentajes de auge del independentismo han variado al alza cuando este mostraba más determinación y sentido democrático, y es así como antes del 1-O (un acto claro y distinto de ejercicio autodeterminativo) los porcentajes del sí se dispararon.

Dicho esto, y para desvanecer la tentación de flagelarse o llorar (todavía más) la derrota, afirmo honestamente que, visto el panorama, que en Catalunya haya un 40,8% de independentistas es una maravillosa noticia. De la misma forma que se convertiría en un éxito brillante tener un 40,8% o incluso un 20%, de pacifistas si este movimiento tuviera como portavoces Vladímir Putin o la Peppa Pig, que el independentismo todavía disponga de una masa sólida de votantes después de haber pasado por el Astuto, el indemne, el activista de la pancartita, y ahora en el pobre Aragonès resulta toda una heroicidad. De hecho, cualquier cifra que superara el cero, después de haber tenido que soportar toda esta caterva de payasos y de mentirosos compulsivos, tendría que implicar litros de champán y gasto desaforado en restaurantes. Las cifras tienen un contexto y este 40% resistente es más valioso que el ejército ruso.

De hecho, este porcentaje todavía ganará más peso cuando, en los próximos comicios, la partitocracia indepe todavía provoque más abstencionismo de la base electoral. Por mucho que el número de diputados y de concejales permanezca idéntico, los electores cada vez diferenciarán más la idea que los mueve y los motiva de una clase política que la ha vehiculado con estupidez y fraudulencia. El independentismo no solo está lejos de perder, sino que está ganando un músculo de sabiduría muy importante de cara a la recuperación de un conflicto nacional que ni los moderados ni los olvidadizos podrán esconder bajo el felpudo. Cada día que pase, las contradicciones de los partidos se harán más evidentes y su existencia fake provocará una dinámica de autodestrucción imparable. Los despropósitos (y la retirada municipal) de Gabriel Rufián solo es un aviso del sálvese quien pueda que irrumpirá muy pronto en el cónclave.

Incluso un procesista inteligente como Toni Soler ha acabado escarneciendo a los políticos con el mismo verbo que servidor utilizaba en los artículos hace justo cuatro años, cuando la mayoría de los lectores me acusaban de tener poca empatía con los mártires y de escribir para hacer oposiciones a columnista del ABC. Pues bien, aunque Soler y compañía se burlen de la corte como el simple bufón que trabaja para solidificarla, la mayoría de independentistas abrazarán el discurso crítico contra el procesismo muy pronto y, si mi generación aguanta el tipo y los jóvenes más desvelados de la tribu dejan de perder el tiempo en Instagram, el orden de las cosas podrá subvertirse y tendremos una cierta diversión asegurada. Porque este 40,8%, y da igual si es menos, quiere decir que continuamos vivos a pesar de tanta estafa y que la gente, aunque les pese a los partidos, al final tiene la decencia de no querer ser tratada como si fuera gilipuá. Es comprensible.

El independentismo va ganando. Digan lo que digan. Y si la musculatura y el magín nos aguanta, no nos lo volverán a hacer.