Cada época tiene su intransferible forma de promover y exhibir la imbecilidad. De mi tiempo me apasiona una característica bastante curiosa: la estulticia siempre acostumbra a venir acompañada de alguna o otra forma radical de narcisismo. Es así como un día te levantas y una grandísima parte de la población, del taxista al catedrático, se entretiene enviándote fotos de su cara envejecida unos treinta años, mutada de género o distorsionada con una oceánica sonrisa. Eso de revolcarse en la morbosidad y imaginar la propia senectud no es nuevo, pero esta ansia actual de compartir la senilidad estética, lejos de ser una forma simpática del memento mori, sirve a la peña para recordarnos que de aquí veinte o treinta años la mayoría de nuestros conocidos todavía nos molestará con su testaruda presencia.

Ahora ya sabemos cómo estaremos de aquí unos lustros, rugosos y con la mirada cansada, aunque los rusos todavía no han inventado aplicación alguna que nos explique si seremos igual de gilipollas

Si yo tuviera que compartir mi rostro desmejorado en la red lo haría con la imagen de un ataúd, que es la muerte, casi exclusivamente, la forma más segura de no decepcionar al prójimo y la predicción más segura. Pero no, ya ves, mis conciudadanos tienen una concepción tan alta de sí mismos (alimentada por los doctores plastas que cada día aumentan de forma irresponsable la esperanza de vida) y ya no tienen ningún tipo de pudor al traficar con el futuro y enviártelo por Whatsapp. Ahora ya sabemos cómo estaremos de aquí unos lustros, rugosos y con la mirada cansada, aunque los rusos todavía no han inventado aplicación alguna que nos explique si seremos igual de gilipollas, lo cual sí sería un detalle de extraordinaria delicadeza. Para un servidor, la cosa no provoca angustia: como nos pasa a la mayoría de los machos, la senectud nos regala más y mejor belleza.

Pero la cosa no acaba aquí, porque cuando la parroquia ha pasado cuatro o cinco días haciendo el memo con la susodicha app, de repente nos invade la habitual psicosis y conocemos que el invento en cuestión nos ha divertido de lo lindo a base de robarnos no sé cuánta información privada. Pánico general. Ya lo podríamos haber pensado, dice Josep Maria, que esta panda de cabrones no hacen nada sin sacarnos la pasta. Este es el segundo instante narcisista, quizás mi preferido, cuando a la población alienada le pilla un ataque de responsabilidad y se da cuenta que unos malvados agentes secretos de Vladivostok saben dónde vivimos, qué cara tenemos y qué tipo de helado nos mola. La mayoría de nuestra información individual (es decir, comercial) resulta superflua y totalmente banal, pero nuestro pequeño Narciso teme que el Gran Hermano le espíe las confidencias tórridas.

Es así como, de compartir nuestra cara avetustada con los contactos telefónicos, rezamos para volver a la ermita del anonimato y que los rusos se ocupen de sus problemas geopolíticos. Es esta, insisto, la forma más chalada de narcisimo, cuando pensamos que a los grandes magnates de la red les puede interesar si miramos pornografía zoofílica o le pasamos poemas de amor a la vecina. Mi presente es así: primero exhibimos el jeto y después lloramos por si el amigo Putin nos abre el cajón de la ropa interior y nos muerde las bragas salivando. Empiezo a pensar que solo seremos recordados por miedicas, por los chistes que suscita nuestro pavor y por cómo éramos, eso sí, tan fácil y gratamente comprables.