Desde el discurso del 131 en el Teatre Nacional, ha emergido en Catalunya una inquietante tensión que marcará el futuro inmediato de la política: mientras el PDeCAT y Esquerra ya negocian abiertamente una segunda transición a la autonomía, el president les exige a los ciudadanos una especie de okupación continua de la calle. Bajo la pomposa idea de una eterna marcha en pro de los derechos del hombre y del ciudadano, con la correcta intención de edificar un puente que se eleve sobre las miserias internas de los partidos secesionistas, Quim Torra pretende trazar una línea directa entre la oficina presidencial y los CDR. La propuesta se tiñe de una vaguedad intencionada. ¿Qué se quiere decir cuando se habla de volver a la calle de una forma permanente? ¿Qué deberá hacer el ciudadano, president? ¿Prepararse para rodear las instituciones y defenderlas con su cuerpo, como no se hizo tras la pseudodeclaración de independencia? ¿Hacer guardia en las cárceles por si se da el caso de una liberación de los presos? ¿Cómo se trazará el nuevo momentum, Molt Honorable? ¿Hará falta esperar a las condenas de los presos políticos?

Esta ambigüedad deseada esconde la habitual nebulosa verbal de las ideas procesistas. Actualmente, y a Dios gracias, uno se abstiene de entregar un calendario orientativo: al fin y al cabo, para saltarte tus propios deadlines e incumplir tus propias leyes, mejor no autoimponerte límites ni votar ley alguna, adormitando la agenda y obligando al Parlament a sestear. Eso es cosa vivida, pero ahora debemos tener en cuenta un hecho nada menor. Si tras el 1-O el soberanismo tenía legitimidad para ocupar la calle y defender sus instituciones, aparte de una impresionante capacidad de movilización, el incumplimiento de las promesas que incluía la Ley del Referéndum y la Ley de Transitoriedad han regalado un tiempo precioso al unionismo para muscular presencia en el territorio y una voluntad de manifestación sin complejos. Lo escribí hace tiempo e insisto; contra el 1-O y su poder bestial nadie se atrevió a hurtar urnas e incluso la policía fracasó en el intento de castrar la libertad de expresión ciudadana. Pero cuando la heroicidad va de quitar lacitos amarillos de cualquier plaza, aquí todo quisque se atreve.

Dicho de otro modo mucho más radical y práctico. A cualquier muestra de musculatura ciudadana del soberanismo se le puede sumar otra de tabarnianos, con su habitual cuota de elementos agitadores (de gente que se impone a mandobles, para ser claros), y así provocar un choque ciudadano nada menor. El españolismo ya ha demostrado que puede tolerar la violencia policial y los puñetazos a un cámara de Telemadrid con idéntica parsimonia. Por ello, lo que debe explicar el 313 es si su famoso momentum pasa por que le rompan de nuevo la crisma a una abuela con el lacito amarillo para así poder presentar al mundo un nuevo álbum de fotografías de la represión. El president lo debe explicar, no solo por el gravísimo gesto de arrojar a la población a dolorosas consecuencias físicas y a sacrificios en su huesera, sino porque la idea de ocupar las calles, paralizar el país o hasta bloquearlo sine die resulta absolutamente estéril si la élite política del país no presenta una agenda rupturista honesta. La inutilidad de romperse la cara gratuitamente ya la hemos vivido una vez.

Abandonar a los ciudadanos a un estado de movilización que puede devenir un estado de sitio sin una agenda clara, simplemente para mantener los fogones de la patria encendidos, sería un ejemplo de gran irresponsabilidad. Todo ello, traducido al entorno mediático, se comprueba claramente en el goce que la mayoría de los medios han experimentado con la trifulca entre Albert Rivera y Lídia Heredia, una tensión mediática que ha disimulado la reaparición (o, mejor dicho, el resurgir) de opinadores de la tercera vía en la televisión pública catalana, donde Jordi Amat, futurible director de La Vanguardia, parece haberse convertido en el analista moderado del procés por excelencia. Fomentar una aparente confrontación con Rivera mientras trufas los medios catalanes de federalistas es un experimento que puede colar. El problema es cuando pretendes aplicar tu Quimicefa Torra a las calles, con la consiguiente posibilidad de que el experimento termine a bofetadas, y todo para nada. Antes de que mi madre vuelva a inquietarse por si acaso le rompen la crisma en el Eixample, president, valdría la pena que nos explicases por qué debemos volver a la calle.