La actualidad tan brutal que estamos viviendo tiene, en mi opinión, un común denominador en muchas de las noticias que observamos: nuestra absoluta incapacidad para la resolución de conflictos. 

Es sorprendente cómo desatendemos una cuestión fundamental para nuestras vidas, tanto a nivel individual como a nivel colectivo. A todos nos quita el sueño algún tipo de situación conflictiva: desde el patio de los colegios donde los más pequeños sufren sus primeras situaciones en que los intereses se chocan, en el ámbito familiar, laboral, entre nuestros propios amigos y, qué duda cabe, con nuestros vecinos. En todos los ámbitos de nuestras vidas existen conflictos y tener habilidad para resolverlos incidirá de manera directa en nuestra felicidad. 

Sin embargo, algo tan básico y fundamental, algo que nos quita horas de sueño, que nos puede provocar enfermedades debidas al estrés y a la ansiedad, que nos cuesta en muchos casos dinero para que sean otros quienes traten de solucionar nuestros problemas, no tiene una propuesta de aprendizaje todavía asumida con convicción. 

Es cierto que las técnicas de mediación están cada vez más presentes, pero, en mi opinión, no lo suficiente. Y deberíamos echar un vistazo, estudiar, y por qué no, tratar de informarnos en la medida de lo posible de las posibilidades que nos ofrecen estos recursos, tan útiles en nuestro día a día. 

La sociedad vive acelerada y estresada. Bombardeados continuamente por información que nos genera preocupaciones que se añaden a las que, per se, surgen cada instante en la cotidianidad. En lugar de recibir estímulos positivos para ser capaces de desarrollar capacidad de escucha activa, de asertividad, de empatía, lo que recibimos por los canales de influencia social es precisamente lo contrario: ruido, bronca, violencia y polarización. No es de extrañar que en el clima que se genera, al final, nos encontremos con situaciones absolutamente delirantes en las que plantear soluciones pueda incluso parecer insultante. Es claro que el conflicto genera beneficios para muchísimos actores, puesto que la esencia y existencia de algunos es, precisamente, esa: vivir en el constante conflicto, en la continua polémica. El negocio de la disputa en lugar del análisis, de la contienda, de los bandos, de la simplificación del mensaje para que los observadores no apuesten por el punto intermedio, sino por el aplauso al que más duro pegue, al generador del “zasca”. 

Los casos extremos como el que estamos viendo de las niñas asesinadas por su padre en Tenerife muestran el fatal desenlace más brutal, el lado más atroz de quien no es capaz de resolver sus problemas, sus frustraciones por la vía del acuerdo, del diálogo, de la empatía

Todo conflicto llevado al extremo puede tener unas consecuencias terribles. Lo estamos viviendo en la escalofriante situación de las mujeres asesinadas: en muchos de los casos que conocemos, la respuesta violenta por parte del asesino es la de quien no es capaz de gestionar sus frustraciones y, sin herramienta ni capacidad de resolución de un conflicto, recurre a la vía más brutal para eliminar lo que le supone un “problema”. Y en no pocos casos, después, como la situación generada también se convierte en imposible de gestionar, la única opción que ven posible es la de terminar con su propia vida. 

Y esto no le ocurre únicamente al hombre. Aunque es evidente que, atendiendo al número de casos en el que la víctima son la mujer y los hijos, el recurso a la vía violenta suele ejercerlo el que más fuerza física tiene, lógicamente. Por eso se dan, entre otras razones, los casos de agresiones por parte de los hombres hacia las mujeres de manera mayoritaria. Pero también hay casos de violencia intrafamiliar en los que se producen agresiones físicas y malos tratos de los progenitores hacia los hijos, porque, en definitiva, no hay conocimiento de herramientas que sirvan para encauzar los conflictos por una vía eficaz y efectiva. 

Los casos extremos como el que estamos viendo de las niñas asesinadas por su padre en Tenerife muestran el fatal desenlace más brutal, el lado más atroz de quien no es capaz de resolver sus problemas, sus frustraciones por la vía del acuerdo, del diálogo, de la empatía. Un conflicto familiar, de pareja, que crece hasta el punto en el que uno es incapaz de respetar a la otra parte y, ciego de rabia, desarrolla el daño más bestial que, muy probablemente, haya terminado también con su propia vida. 

Hace una semana, conocíamos el caso de una madre que asfixiaba a su hija, porque pretendía así vengarse del padre tras su reciente separación. Por eso considero que lo que existe de fondo es una nulidad para la resolución de las cuestiones que nos resultan conflictivas. Falta formación, educación en el conflicto que, por cierto, no tiene que ser necesariamente negativo, puesto que a veces es necesario para la generación de cambios en nosotros mismos y en nuestras sociedades. 

Y precisamente un mayor conocimiento de herramientas que nos permitan ser capaces de relajar tensiones, entender a quien tenemos en frente, llegar a puntos intermedios, y ser muy conscientes de que nadie tiene la razón de forma absoluta, que no existe una única verdad, es fundamental para crear una convivencia saludable. Desde el ámbito de pareja, al educativo de los hijos, al familiar, social, laboral y, por supuesto, político. 

Según Ferran Finas, “el conflicto no es una catástrofe inevitable, sino la consecuencia e una mala percepción, una mala comunicación, de procesos inconscientes, resultado de una frustración, de la patología de los dirigentes o de una mala técnica de negociación”. 

Todos y cada uno de nosotros podemos aprender a solucionar de una manera mucho más asertiva, positiva y propositiva los problemas que se nos plantean. Vivir y convivir de forma saludable en sociedad se fundamenta, precisamente, en evitar llegar al punto de no retorno. Ahí reside la clave para la evolución.