En su momento, durante muchos días, que se fraguaron durante años, fui estudiante de música clásica. 

Comencé muy pequeña, iniciándome a la vez en el descubrimiento del lenguaje musical y en el alfabeto. Aún conservo algunos cuadernos de pentagramas en los que las primeras notas en el pentagrama se acompañaban de palabras como “mamá”, “pato” o “tomate”. 

Como no sabía leer, mi padre me recitaba las definiciones de teoría musical y así aprendí, prácticamente de memoria, qué era la música, qué era el pentagrama, qué era cada una de las herramientas que después me servirían para interpretar las partituras. 

Me sentaba frente al piano y me colgaban los pies de la banqueta. De hecho, en mi primer examen por libre en Burgos, salí llorando porque el jurado me preguntó si necesitaba que pusieran una escalera para subir a la silla. Yo era pequeña, de edad y de estatura. Pero aprobé mis exámenes y regresé a casa orgullosa y con ganas de seguir aprendiendo

Era de las más pequeñas del grupo de músicos a los que Loli enseñaba en su casa. Su batuta era una aguja de tejer lana y los sábados por la mañana los pasábamos aprendiendo solfeo, entonando, pasando la lección. Nunca borraré de mi cabeza el sonido de su batuta marcando el ritmo. 

En el conservatorio no había espacio para comprender la arquitectura de lo que reproducía, ni para asimilarlo, ni para disfrutarlo.

Tiempo después llegué al conservatorio. Ese sitio donde se aprende a conservar. Su propio nombre te avisa, pero darte cuenta puede suponer un frustrante camino en el que no encuentras salida. Ejecutar, repetir, y hacerlo todo sin equivocar la tecla. No había espacio para comprender la arquitectura de lo que reproducía, ni para asimilarlo, ni para disfrutarlo. Y después de tantos años de interpretar, yo tenía ganas de entender. No hubo manera. 

Me asomé al jazz y aquello fue como nombrar al anticristo. Yo quería saber lo que era un “Maj 7” y no encontraba la manera de que alguien me lo explicase. Yo quería tocar a Debussy, y quería entender por qué esos sonidos me generaban esas sensaciones. Se me chafó lo tonal y no encontré la forma de asomarme a lo modal. Frustración, sensación de no entender cómo era posible haberle dedicado tanta energía y tiempo a algo que, en el fondo, no conseguía descifrar. 

Yo quería tocar con otros, compartir sonidos y sentirme segura ante un instrumento sin necesidad de preparar nada. En lugar de eso, bloqueo, incomprensión y paralización. 

Tuve que distanciarme de algo que quería entender de otra manera. Y pasaron años en los que me dediqué a seguir reproduciendo, a enseñar a reproducir, y a esperar que, algún día, llegase el momento de querer ponerme frente a una partitura y no tenerle miedo. 

Entendí que la pedagogía de aquel conservatorio no ayudó a desarrollar mi curiosidad, ni a darme respuestas, ni a poder adentrarme en un mundo y un lenguaje del que supuestamente sabía mucho, y sin embargo sentía que no conocía absolutamente nada. ¿Cómo era posible que no fuera capaz de tocar algo sin haberle echado horas antes? La creatividad se había asfixiado tanto que solamente sabía reproducir. Y con el tiempo, sin ejercicio, ya ni siquiera eso. 

Veinte años después comienzo a recorrer un camino sabiendo hacia dónde quiero ir, sustituir lo tonal por lo modal. Cambiar de estrategia. No resulta fácil desaprender algunos vicios y, sobre todo, abrir la mente para ver cómo las escalas tienen ahora otro sentido. Hablar de esto con los “clásicos” era impensable. Era necesario encontrar interlocutores distintos y darle forma a un nuevo lenguaje.  

Repetir lo mismo cuando crea frustración termina reventando la creatividad, que al final no es ni más ni menos que la libertad de expresar algo que tiene que salir. 

¿Cuánta gente se frustra y se desmotiva porque teniendo talento para la música cae en el lugar equivocado? Mucha, por desgracia. 

Aproximarse a la creación requiere de conocimientos básicos, pero también y, sobre todo, de la eliminación de miedos, vergüenzas y prejuicios

Hoy acompaño a niñas y niños en su aprendizaje del lenguaje musical y si algo me ocupa y me preocupa es, precisamente, que no se sientan encorsetados, que no se asfixien dentro de una única manera de entender la música. Aproximarse a la creación requiere de conocimientos básicos, pero también y, sobre todo, de la eliminación de miedos, vergüenzas y prejuicios, algo de lo que normalmente el sistema educativo carece. 

Y no sólo ocurre en este ámbito. Frustrar la libertad a la hora de expresar lo que uno siente es el mayor de los males cuando se quiere hacer cosas con los demás. Ya sea tocar, crear, o sencillamente dar rienda suelta a las ideas. 

Dar el paso de lo tonal a lo modal supone asomarse a lo desconocido. Empezar a comprender que esas notas que han estado siempre ahí podrían utilizarse de otra forma. Ni mejor ni peor, diferente. Romper de alguna manera con “el conservar” y dar el paso para “imaginar” es fundamental en procesos creativos. Y para ello hay que tener una cierta rebeldía, libertad y curiosidad para dar con esa tecla, y entender por qué tiene esa luz y no otra. 

Tiempo después me di cuenta de que en política pasaba algo parecido: participé en una formación supuestamente progresista y descubrí que, en realidad, militar en ella era como estudiar en el conservatorio. Reproducir argumentarios sin atreverse a averiguar si habría otra manera de plantear las cosas, otras soluciones posibles a los problemas, y algún acorde nuevo que diera un color diferente. Por el simple hecho de plantearlo, pasé a formar parte de los díscolos. Y me tuve que distanciar. 

En política se reproducen argumentarios sin atreverse a averiguar si habría otra manera de plantear las cosas, otras soluciones posibles a los problemas. La libertad se acababa al ponerme bajo unas siglas y las ideas se hacían cada vez más pequeñas para no molestar. Vinimos aquí para aportar y no para reproducir lo que ya está dicho

Llegué a un partido político deseando aportar ideas, y cuando me marché sentí que ese lugar era, precisamente, el espacio donde menos ideas podía aportar, porque todo se consideraba una ofensa si me salía de la partitura que llevaba siglos escrita. ¡Pobre de mí por tararear fuera del coro! 

Entré en una organización convencida de que en ella me rodearía de gente con la que me sentiría más libre y aprendería a desarrollar mis ideas, y me marché sabiendo que la libertad se acababa al ponerme bajo unas siglas y que las ideas se hacían cada vez más pequeñas para no molestar

En la música, como en la política y en la vida en general, he aprendido a entender la teoría y a valorar a quienes buscan maneras de expresar y de dar con fórmulas diferentes para poner nuevos colores y sonidos a disposición de todos. Abrir la mente, componer en base a nuevas estrategias debería ser algo a promover. 

Sin embargo, tristemente, lo que veo es que los conservatorios siguen triturando a personas creativas, como los partidos políticos machacan a quienes expresan sus ideas. Se busca, en definitiva, repetir una y otra vez la misma música, aunque se sigan certificando músicos y políticos que se supone que son nuevos. 

Una lástima cuando, al fin y al cabo, vinimos aquí para aportar y no para reproducir lo que ya está dicho