La secretaria general de ERC escribió una carta el 23 de marzo del 2018 que se hizo pública minutos antes de que se cumpliera la hora en que tenía que comparecer ante el Tribunal Supremo. En la misiva anunciaba que se iba al exilio. No hacía falta que el juez Pablo Llarena la esperara más aquel viernes de marzo. Marta Rovira Vergès estaba en Ginebra, con su hija.

El 27 de marzo del 2018 le escribí mi primera carta. Se publicó en este mismo diario, y todavía ahora recuerdo cómo me costaba y dolía encontrar cada palabra. El respeto inmenso por su decisión de exiliarse en Ginebra, que entendí como la mejor manera de conservar la identidad y preservarla en libertad por su hija, me ayudó a sentirme más a su lado. Y creía que, con nosotros, mucha más gente sentía el desconsuelo del momento que nos tocaba vivir, y la necesidad de trenzar la política con el respeto y la humanidad, mientras se nos empañaba la mirada. No eran momentos fáciles. Pero éramos muchos los que creíamos que estábamos mucho más juntos. Pero, sobre todo, que lo que habíamos hecho era muy y muy digno.

Marta decía en su carta: "El exilio será un camino duro, pero es la única forma que tengo de recuperar mi voz política. Es la única forma que tengo de alzarme en contra del Gobierno (entonces del PP), que persigue a todo el mundo que está a favor de votar, y que castiga a cualquiera que intenta cambiar lo que está preestablecido y establecido. Un Gobierno que está dispuesto a saltarse el estado de derecho y las libertades civiles para conseguir sus fines políticos."

Por eso mismo, Marta, tomo apuntes dispersos para escribirte una segunda carta, porque ahora no reconozco tu voz cuando dudas, escatimas o regateas la legitimidad interna del 1-O. Si se trata de un peaje que te ves obligada a pagar por una vuelta sin muchos riesgos y crees sinceramente que no es demasiado injusto devaluar nuestra historia, casi te podría comprender. Pero me da miedo que Pere Cardús lo adivine cuando publica:

No es así como te recuerdo, Marta, dando la razón a los represores, ni agachando la cabeza cuando toda la gente subía la mirada. Al contrario: en los dos años que te pude ver de cerca y pude escuchar la firmeza de tu voz en el Parlament, me transmitiste la imagen de una mujer irreductible. Por eso, cuando emprendiste el camino del exilio con tu hija, sentí y entendí que habías escogido bien, porque exigías y te tomabas el oxígeno necesario para la vida, los afectos y las convivencias amables y los ejemplos del temple y valentía que nos merecemos. Y seguías en la vanguardia de una acción política que solamente se merece este nombre si se practica haciendo pedagogía de dignidad.

Pero ahora, hoy más que nunca, sé que no nos merecemos la devaluación de una gesta que admiraron los demócratas de todo el mundo. Ni te mereces, Marta, una vuelta bajo banderas que nadie se atrevió a arriar, mientras embajadores y cónsules bien adiestrados osan acompañarte por todas partes si sales de casa. No hagas tuyo el lenguaje de los insensibles, porque perdemos años de entereza y de decencia.

Cuando se cumplen dos años —el plazo acordado— de una mesa de imposiciones que algunos han querido vender como de diálogo, me duele pensar que la secretaria general de ERC, con lenguaje ablandado y distorsionador, pasa a ser una más de las piezas adiestradoras y cobardes.

Recuerdo aquellos días de mediados y finales de octubre de 2017 y la sensación de opresión, control impuesto y aislamiento que separaba a las diputadas de la gente que llenaba la plaza Sant Jaume y el tramo final del paseo Lluís Companys, hasta las puertas del parque de la Ciutadella. Eran estudiantes, algunos jóvenes y otros no tanto, que se reclamaban del independentismo, de las izquierdas, de la CUP y de la vida. Y pienso de nuevo que, si en lugar de tantas conversaciones del presidente Puigdemont con el presidente Urkullu, por el bien de la moderación, se hubieran sacado obstáculos y vallas y se hubiera hecho oír dentro del hemiciclo el coraje de tanta gente empoderada, quizás la historia habría sido exactamente otra...

Pero eso no lo sabremos nunca. No es la historia que vivimos. Las vallas no se movieron y las puertas siguieron impenetrables y bien guardadas. Y solamente queda el consuelo de creer que esta puede ser una lección que tenemos que aprender para cuando volvamos a tener tan cerca un momento de transformación. Para no volver a equivocarnos. Para ser nosotras mismas y más dignas de nuestra gente. Y para hacer y ser, de verdad, las protagonistas de nuestra historia.