El martes 7 de abril fue el Día Internacional de la Salud y la Sanidad. Fueron muy pocas las voces —entre ellas, de forma destacada, la Coordinadora Antiprivatización de la Sanidad Pública (CAS)— las que lamentaron que no había nada que celebrar en medio del confinamiento, el número creciente de personas infectadas por la Covid-19 con diferentes pronósticos, y los desenlaces de la pandemia, demasiado a menudo fatales. Sí que el 7 de abril sirvió para expresar, con más fuerza si cabe, el agradecimiento a todo el personal de la sanidad, del abanico más amplio, desde los especialistas en enfermedades infecciosas, hasta los cirujanos reconvertidos, al personal de urgencias y también de limpieza. Todos ellos, muy en precario, se juegan la propia salud atendiendo a las personas enfermas que llegan a las urgencias hospitalarias... mientras en las casas y en las residencias de las personas mayores se enfermaba —y moría— sin que ni siquiera se les contara en las estadísticas. El agradecimiento se ampliaba, por derecho propio, al personal de medicina y enfermería de atención primaria que suplía deficiencias enquistadas y años de mercantilización de los servicios públicos. Años de hacer negocio cuando no toca y donde no toca. Y años también de ir tirando, de dejadez.

Es difícil encontrar políticos que estén a la altura de la magnitud del desastre. Ahora, a toda prisa, se dicta recentralización y se toman otras malas decisiones que desembocan en el intento confuso de unos nuevos Pactos de la Moncloa reconvertidos —por el escaso éxito inicial— en propuesta de reconstrucción. Y de que habrá que reconstruir no cabe ninguna duda, ¿pero reconstruir hacia dónde, y para quién? Sólo en el ámbito de la salud habrá que estar preparados para las próximas oleadas que pondrán de nuevo en tensión el sistema sanitario y que no vendrán solamente de nuevos brotes del coronavirus. Vendrán también de las repercusiones en la salud del paro y el incremento de la pobreza; del empeoramiento de condiciones de las personas con enfermedades mentales por el confinamiento y el miedo; pero también de las que tienen que prescindir de los medicamentos para poder comer, porque no se ha pensado a tiempo en una ayuda, renta o subsidio para quien más lo necesitaba; y por las personas que inundan, ahora más que nunca, las listas de espera de todas las pruebas, visitas e intervenciones aplazadas por fuerza mayor. Y las repercusiones en salud de las depresiones más que justificadas por lutos patológicos, inhumanos... y por los estragos de la violencia machista y de los abusos familiares.

Cuando llega lo inesperado, una pandemia, indeseable e indeseada, todas las tramoyas de una sanidad pública parasitada por la privada caen. Y una sanidad pública en estado de anemia se tiene que librar de las sanguijuelas y actuar, para atender y paliar el dolor, para humanizar e investigar, para dar la mano y encontrar una cura

En Catalunya, expertos y lobbistas empiezan a hacer oír su voz dando "recetas" para la sanidad para después de la crisis. Y se quedan muy cortos en su terreno: no traspasan la superficie de su coto privado. Ninguno de los intentos de negociación y propuesta ha aceptado hasta ahora lo que nos golpea la cara cada día: que la privatización de la sanidad en el estado español y en Catalunya ha matado y mata. Y que quizás, ante todo, para reconstruir la sanidad desde un cimiento libre de parásitos y conseguir recetas saludables, se podría derogar la Ley 15/97 de nuevas formas de gestión, que ha sido la raíz más fuerte del deterioro de la sanidad pública. Era entonces ministro de Sanidad y Consumo José Manuel Romay Beccaría, vinculado al Opus Dei, secretario general de Sanidad bajo la dictadura de Franco, conselleiro de Sanidad con Fraga y llamado por José María Aznar para su primer Consejo de Ministros, el año 1996.

Su ley 15/97 es un "error" histórico que nos ha conducido hasta la estructura de mínimos de la sanidad. Y es un error político de altura, a pesar del amplio consenso parlamentario con el que se aprobó (solamente se opusieron IU y el BNG). Dio cobertura al engendro del primer hospital privado en Alzira del modelo PPP, que respondía al interesado preconcepto de la ley de que la gestión pública no es eficaz ni eficiente. En base al modelo se construyeron con Esperanza Aguirre nuevos hospitales privados en la Comunidad de Madrid, cerrando miles de camas de los hospitales públicos. En Mallorca guio la construcción del Hospital Son Espases y en Catalunya el Moisès Broggi, siguiendo el modelo PFI. De los problemas de la "dualidad" publicoprivada en sanidad hay bastantes pruebas en los informes del síndico de cuentas, que año tras año se pronuncia contra las irregularidades de los conciertos y la contratación en la sanidad, y la falta de transparencia de los consorcios. Pero, de forma destacada, por la impunidad con que establecimientos sanitarios financiados por los presupuestos, es decir, con fondos públicos, se refugian en el derecho privado para no tener que responder al control público. Y este enorme fallo legal tendría que aparecer en alguna "receta" sanitaria. Con respecto a la Comunidad de Madrid, la Cámara de Cuentas no reconoció, hasta el 2018, que los hospitales privados de los alevines de Esperaza Aguirre son ineficientes y más caros que los de gestión directa.

Ninguna orientación de futuro que signifique hacerse de una mutua, ni ningún replanteamiento del SISCAT (Sistema Integral d’Utilització Pública) como ampliación de la XHUT (Xarxa Hospitalària d’Utilització Pública) consagrando los hospitales con ánimo de lucro como parte integral de un sistema de pago público, puede servir para que la sanidad pública se recupere. Ni ninguna reserva del incremento más importante de la partida de Salut de los presupuestos para la sanidad privada. No, si no se asume que ha habido una destrucción brutal del Institut Català de la Salut (ICS). No, si lo que se quiere es que no sea a cada día que pasa más residual...

Cuando llega lo inesperado, una pandemia, indeseable e indeseada, todas las tramoyas de una sanidad pública parasitada por la privada caen. Y una sanidad pública en estado de anemia se tiene que librar de las sanguijuelas y actuar, sin excusas, para atender y paliar el dolor, para humanizar e investigar, para dar la mano y encontrar una cura. Sí, tenemos que sentir un gran orgullo por la sanidad pública que tenemos, pero también, al mismo tiempo, tenemos que sentir mucha vergüenza. Por todo lo que hemos tolerado. Por todo lo que hemos consentido. Y porque nos tenemos que comprometer mucho más con la salud pública.