Nos levantamos por la mañana y nos miramos al espejo. Hace años que convivimos con nuestra imagen y sabemos qué cara tenemos, si tenemos legañas, ojeras o los ojos hinchados por la mañana. Tenemos tan asociados nuestros gestos, que no sabemos ver que nos parecemos a nuestro tío o a nuestra madre. La genética es el manual de instrucciones que heredamos de nuestros antepasados, algo menos de 30.000 genes (instrucciones genéticas concretas) conforman nuestro genoma que tenemos repetido en cada una de las 21 a 30 mil millones de células de nuestro cuerpo. Y sí, compartimos mucho material genético con nuestra familia.

Sin embargo, y este es el tema del que os quería hablar hoy, nos olvidamos de que somos algo más que las células derivadas de nuestro embrión inicial. Somos refugio y huésped de una multitud de microorganismos, la microbiota que invade toda la superficie, orificios y conductos de nuestro cuerpo. Aproximadamente, unos 2 kilogramos de nuestro peso se deben a las bacterias, arqueas, hongos y protozoos unicelulares que alojamos y alimentamos. La relación con nuestra microbiota es dinámica y lábil, puede ser simbiótica y positiva, pero también desequilibrada y con efectos negativos, como sucede cuando tenemos una infección. Si lo miramos en número de organismos, resulta que contenemos casi el doble de células bacterianas que de células de nuestro cuerpo. Somos una única especie de vertebrados mamíferos, pero tenemos más de 2.000 especies bacterianas con una representación relevante, más otras muchas especies menos representadas, y el conjunto de todos sus genes excede en órdenes de magnitud (más de un millón) nuestros 30.000 genes.

Solo con estos números ya podemos entender que no solo somos nuestra genética, sino que también nuestra microbiota tiene mucho que decir de cómo somos y nos sentimos. La microbiota es nuestro alter ego, aquel yo que no vemos pero está, y nos afecta. La relación entre la llamada flora intestinal, la producción de neurotransmisores y el sistema nervioso, lo que se ha denominado gut-brain axis (eje intestino-cerebro) adquiere cada vez más relevancia, y en los congresos de neurociencias se aportan muchos resultados de la investigación sobre la contribución de la microbiota a la sensación de bienestar personal, o a las diferencias en composición de la microbiota en pacientes con enfermedades psiquiátricas y neurológicas (como el autismo, la depresión o las enfermedades de Alzhéimer o de Parkinson). Si vais a la farmacia, la sección dedicada a los prebióticos y probióticos para favorecer el crecimiento y repoblación de nuestra flora intestinal con varias cepas bacterianas con unos determinados efectos sobre nuestra salud, cada vez es más extensa. Estudios exhaustivos demuestran que una gran parte de nuestra microbiota (que puede llegar al 50%) es única. Sin embargo, más allá de la descripción del tipo de microbiota que tenemos o podemos suplementar, nos podemos hacer una nueva pregunta: ¿cómo adquirimos la microbiota que tenemos? Está claro que, además de la genética, el ambiente tiene mucho que ver, porque la dieta o la medicación, por ejemplo los antibióticos, afectan a la composición de la microbiota. Sin embargo, ¿tiene también un componente de transmisibilidad entre humanos? ¿Nuestra microbiota depende de nuestra familia o de nuestra alimentación?

Solo estudiando la microbiota, podemos inferir las relaciones sociales y de proximidad geográfica, poblacional y de dieta entre los humanos, porque hay una elevada transmisibilidad de microbiota entre personas que comparten espacio doméstico

Este tipo de preguntas son las que han intentado responder un grupo de investigadores, de 20 países de cinco continentes diferentes (incluyendo Italia, Alemania, pero también Argentina, Colombia, Guinea-Bisáu, Tanzania, además de China y los Estados Unidos), los cuales han analizado más de 9.700 metagenomas humanos procedentes de muestras fecales y muestras orales, con el fin de averiguar si la transmisión de microbiota, humano a humano, es relevante, y si se da verticalmente (de madres a hijos, por ejemplo) u horizontalmente (familias y cohabitantes de la misma casa, personas del mismo pueblo o de la misma zona geográfica). Eso quiere decir que además de obtener el DNA de las muestras y secuenciarlo de forma masiva, tienen que tener herramientas para poder clasificar bien cada género, cada especie y, todavía más precisamente, cada cepa bacteriana que han aislado. ¡Sorpresa! Han podido clasificar gran parte de las bacterias y hongos aislados, pero tienen otras especies de no están clasificadas. Es decir, ¡tenemos gran parte de bacterias que viven con nosotros, dentro de nuestro intestino o nuestra boca, que todavía no tienen nombre, pero que ahora sabemos qué DNA tienen y las podemos identificar!

Por otra parte, los resultados que han encontrado son muy interesantes porque demuestran que hay transmisibilidad de microbiota entre personas. Las madres transmiten verticalmente a sus bebés buena parte de su microbiota, sea por el parto vaginal, el amamantamiento o por el contacto físico continuo, como los besos (e incluso, ¡el chupete!, como os expliqué), de manera que las madres comparten con sus hijos menores de 3 años del 20 al 50% de su microbiota (media del 34%). Sin embargo, la microbiota intestinal varía mucho con la edad, y cuando comparamos cuánta microbiota adulta es compartida con la de los niños, encontramos que va disminuyendo, y puede llegar a ser de un 8% de microbiota común entre dos gemelos idénticos que hace 30 años que viven separados. Entonces, nos podemos preguntar: ¿compartimos microbiota con nuestros familiares? Resulta que la interacción social es importantísima: compartimos en torno a un 12% de microbiota con los cohabitantes de nuestra casa, sea cual sea la relación de parentesco genético, pero si estudiamos la microbiota oral, todavía compartimos más, ¡cerca del 40%! Eso es debido al hecho de que comemos una dieta similar, compartimos espacios que tienen microorganismos, y los vamos incorporando a la cavidad oral, pero no todas estas bacterias llegan al intestino.

Todavía más, las personas que viven en el mismo pueblo también comparten más microbiota que los que viven en poblaciones más alejadas, y además, las poblaciones que no han adoptado un estilo occidental de vida tienen una microbiota mucho más diversa que las poblaciones con un estilo de vida más occidental y, por lo tanto, con menos contacto con la naturaleza y el medio ambiente. Por lo tanto, las poblaciones con una vida y una dieta más próxima a su medio natural comparten una microbiota de "proximidad". Por lo tanto, solo estudiando la microbiota, podemos inferir las relaciones sociales y de proximidad geográfica, poblacional y de dieta entre los humanos, porque hay una elevada transmisibilidad de microbiota entre personas que comparten espacio doméstico. Teniendo en cuenta que la microbiota oral es mucho más cambiante, mientras que la microbiota intestinal guarda todavía remanentes de la microbiota transferida por vía materna, podemos decir que nuestros hijos comparten más microbiota oral con sus compañeros de piso que con nosotros, sobre todo cuando llevan tiempo fuera de casa. (Podéis leer un resumen de este artículo tan interesante en este hilo de tuits de su primera autora.)

Y ahora viene la gran reflexión. Si la microbiota es tan relevante para nuestra salud, y puede favorecer la aparición o incrementar la gravedad de enfermedades metabólicas, autoinmunes o mentales, quizás, epidemiológicamente, ¿no tendríamos que incluir los hábitos dietéticos e higiénicos de las familias (y compañeros de piso) para modular la transmisibilidad de la microbiota y determinar su potencial contribución a enfermedades que, hasta ahora, se pensaba que no eran infecciosas ni transmisibles?