1. La gestación del posfascismo. Una de las cantilenas que se repiten una y otra vez es que el independentismo catalán, la década soberanista, ha despertado a la extrema derecha españolista. Vox, para ser claros. Es una conjetura fácil, porque todas las acciones políticas comportan consecuencias, pero es errónea. Solo se desvela lo que está vivo, aunque esté dormido. La extrema derecha españolista jamás dejó de existir. Da igual cuál sea su origen —carlista, falangista o franquista— o qué forma orgánica haya tomado. Durante años se aseguró que en España no existía un partido de extrema derecha, como los hay en Europa (Rassemblement National francés, la Lega italiana, el Amanecer Dorado griego, o el alemán AfD), porque el PP acogía en su seno a este sector. El nacionalismo españolista del conservadurismo español satisfacía a los que, con el tiempo, se desvincularon de él para crear Vox, como es el caso de Alejo Vidal-Quadras y Santiago Abascal.

No obstante, en Catalunya, la extrema derecha, o el españolismo radical, ya existía antes del primer triunfo electoral de Vox en las elecciones andaluzas de 2018 que comportaron el fin de treinta y cuatro años de gobiernos del PSOE en la región, impregnados de corrupción. Plataforma por Cataluña, un partido antiinmigración creado en 2002, en 2010 recogió 75.000 votos y en las municipales de 2011 consiguió 67 concejales. El historiador Enzo Traveso considera que estos partidos, que combinan el nacionalismo con el tradicionalismo, son, más que fascistas o nazis, posfascistas. El año 2011, el politólogo Sergi Pardos-Prado, hoy catedrático en la Universidad de Glasgow, obtuvo el premio Ramon Trias Fargas con un estudio, Xenofòbia a les urnes, sobre el electorado de PxC. La conclusión era clara: el grueso de los electores procedería de la abstención y de antiguos votantes del PSC. Aviso para navegantes. 

2. Suspiros por España. La mayoría de la extrema derecha del mundo detesta a los inmigrantes, a los negros, a los gais o a los judíos, además de ser profundamente machista. Por lo tanto, una de las características de esta derecha radical es que rechaza la diversidad, sea nacional, racial, sexual o de género. Pero en España, la extrema derecha tiene un componente específico, que se añade a las características compartidas con los demás partidos europeos, y este es su feroz anticatalanismo. El combate contra la catalanidad, expresada por la lengua, ha sido el principal caballo de batalla del españolismo. Donde se manifestó primero fue en el País Valencià, con la conocida peste azul, durante los años de la Transición. ¿Cómo se explica si no Vicente González Lizondo y su Unión Valenciana? En las elecciones catalanas de 1980, el PSA-Partido Andalucista de Rojas Marcos obtuvo dos diputados en el Parlament con un eslogan étnico: “Andalucía en el recuerdo y en Cataluña tu vida”, para deshacer la idea, tan querida por el catalanismo, de que Catalunya es un solo pueblo.

Si los andalucistas alimentaban la nostalgia de los catalanes que ya no eran inmigrantes, pues solamente eran sus descendentes, indirectamente también cuestionaban el catalanismo con el argumento, propio de la izquierda marxista, de que era un movimiento político de origen burgués. El PSA no tuvo continuidad, pero sí el anticatalanismo que, como la extrema derecha, no había tenido necesidad de partido propio porque se refugiaba en el PSC desde el pacto de unificación con el PSOE. Ciudadanos, que es un partido promovido por intelectuales de clase media alta, muchos de ellos hijos de vencedores de la Guerra Civil, recogió el guante. Sin inmigrantes de por medio, y, por lo tanto, sin nostalgia por Andalucía, Ciudadanos defiende desde 2006 el mismo espíritu españolista y anticatalanista que tenía el Partido Radical hasta 1939. Muchos de los promotores de Ciudadanos que tenían un pasado izquierdista han acabado defendiendo posiciones de extrema derecha. Alejandro Lerroux recorrió el mismo camino.

Que ahora el deep state actúe a sus anchas y condicione la vida política española es consecuencia de una transición fallida, dirigida por políticos de la dictadura

3. La monarquía y el deep state. La extrema derecha española hunde las raíces en la administración del estado. Esta es la mayor diferencia entre Ciudadanos y Vox, entre otras muchas. Que ahora el deep state actúe a sus anchas y condicione la vida política española es consecuencia de una transición fallida, dirigida por políticos de la dictadura. Los franquistas transitaron de la dictadura al régimen constitucional del 78 de la “ley a la ley” (que es el ejemplo que inspiró a Carles Viver i Pi-Sunyer y su transición nacional hacia la independencia), sin admitir responsabilidades de ningún tipo. Reprocharle a Santiago Carrillo los asesinatos de Paracuellos del Jarama era la manera de “legitimar” los años de represión franquista. El fin de la dictadura en Portugal o en Grecia significó un corte con el pasado que aquí no se dio.

En realidad, el deep state lleva años estando en las mismas manos y se transmite, como quien dice, familiarmente. La monarquía es su baluarte más robusto, como se pudo constatar en el discurso del 3-O. La Transición fue un pacto entre la oposición y el franquismo para compartir el gobierno, pero de ninguna forma el estado. O solo pequeñas migajas. Si ustedes repasan los nombres del patronato del Real Instituto El Cano, que es el principal think-tank español, no les costará observar el maridaje entre políticos del PSOE y el PP. La conchabanza del régimen del 78 se ve en los consejos de administración de las empresas estatales o participadas. El procés no provocó que la bestia despertara, porque ya estaba despierta y alerta aprovechando el terrorismo etarra, que es lo que realmente dio argumentos a la derecha radical. La tolerancia de la izquierda dinástica con las acciones antidemocráticas del antiterrorismo (torturas, GAL, etc.) y los descubrimientos de corrupción hizo el resto. 

4. La ampliación de la izquierda dinástica. El movimiento del 15-M se planteó como la alternativa al régimen del 78. No es difícil demostrar que el partido resultante, Podemos, más bien se ha convertido en el último puntal para sostener la monarquía constitucional. Parece una réplica del PCE de la Transición, que era más monárquico que el PSOE, cuando menos verbalmente, y sin cuyo concurso era imposible que el mundo civilizado se tragara que el juancarlismo fuera realmente la culminación de la ruptura con el pasado. Los comuns, que en su interior alberga un sector españolista a rabiar, se han refugiado en el urbanismo táctico para enmascarar la carencia total de alternativas. Plantaron cara durante un tiempo, pero jamás hasta el punto de poner en riesgo nada. Ni la libertad ni el patrimonio. Esta es la diferencia con el independentismo, que arrancó con las consultas populares de 2010 y culminó en 2017. El peligro de ruptura fue tan real, que el estado se sintió amenazado y puso todo su empeño en reprimir a los independentistas.

El independentismo desveló el radicalismo españolista, que ideológicamente no tiene fronteras, porque va de un extremo al otro, si bien no es el responsable de que hoy tengan expectativas de triunfo. El estado reaccionó violentamente porque el peligro de ruptura era real. Eso explica la persecución incansable del independentismo que sigue en la brecha. El peor efecto de la derrota de 2017 es repetir los errores de tiempos pasados, cuando los partidos mayoritarios silenciaban la disidencia que se resistía a las imposiciones del Cstado y defender la República era tabú. El españolismo se siente ahora fuerte para avanzar en su cruzada contra la catalanidad. Lo estamos viendo en las escuelas. Lo que es inadmisible es que alguien, en Catalunya, quiera acallar a otro para esconder bajo la alfombra la complicidad de la izquierda dinástica española, ahora aliada de los republicanos, en la represión o bien para impedir el debate de ideas, como ha hecho el diario Ara. El estado en poder de la extrema derecha, aunque esté gobernado por la izquierda, siempre combatirá a quien se quiera separar.