1. Perseverancia escocesa. Los independentistas escoceses perdieron el referéndum de 2014. Fue un impacto terrible. Estaban convencidos de que estaban a punto de conseguirlo porque algunas encuestas así lo auguraban. La participación fue altísima, como es habitual cuando aquello que se tiene que decidir importa a la ciudadanía. Llegó al 84,59 %. Siempre que alguien me sale con la cantilena sobre que las disputas nacionales relegan las cosas que realmente importan, les muestro los datos sobre la participación en los diversos referéndums que han tenido lugar en el mundo sobre esta cuestión. Incluyo Catalunya, porque nunca, si no es en la década soberanista, la participación electoral ha sido tan elevada. La ilusión escocesa por el referéndum no acabó bien para los independentistas. Perdieron, 44,7 % a 55,3 % a favor del no. Aquel batacazo tuvo sus repercusiones en el SNP. Para empezar, se cobró la vida política de Alex Salmond.

Pero en las elecciones del año pasado, el independentismo escocés se impuso y el SNP consiguió, 64 diputados, que sumados a los 8 de los Verdes, le permitía superar, holgadamente, la mayoría absoluta del parlamento de Holyrood, fijada en 65 escaños. Salmond, que se había escindido para crear el partido Alba, quedó fuera del parlamento y, por lo tanto, fue derrotado definitivamente. Las peleas en el seno de los partidos no son nunca buenas, pero las escisiones casi siempre se pagan y el pez chico desaparece en la tiniebla. Esto es lo que no entendieron en Catalunya el tándem Àngel Colom y Pilar Rahola, Joan Carretero o Àngels Chacón, por citar los nombres más conocidos. La semana pasada el SNP volvió a ganar unas elecciones. En este caso municipales. Según explicaba Laura Cercós en su crónica, el partido de la primera ministra Nicola Sturgeon ganó los comicios, con un total de 453 concejales, 22 más que en las anteriores elecciones. El camino hacia el segundo referéndum de independencia en Escocia pasa por el hecho de que el independentismo gane elecciones y conserve el dominio político. 

2. La victoria inútil de los republicanos irlandeses. El antiguo brazo político del IRA, el Sinn Féin, ganó las elecciones en Irlanda del Norte de la semana pasada. Han tardado 101 años en conseguirlo. No es poca cosa, en especial porque entremedias el número de muertes provocado por el conflicto entre republicanos y unionista ha bañado de sangre las calles del Ulster y ha llenado las prisiones de activistas que habrían podido ser magníficos políticos. El encaje de la minoría protestante en Irlanda no fue fácil después de la independencia de lo que hoy es la República. Los acuerdos finales, que comportaron la partición política de la isla, fueron tan controvertidos que le costaron la vida al negociador por parte de los católicos, Michael Collins. Fue asesinado por sus colegas en la guerra civil que estalló entre los nacionalistas partidarios y contrarios al tratado angloirlandés. La participación se hizo igualmente efectiva y los católicos pasaron a ser una minoría, además discriminada, en Irlanda del Norte. El espíritu belicista irlandés justificó un terrorismo —por parte de los dos bandos— que no cesó hasta 1998.

El Brexit ha provocado un cambio político en el Ulster. La alianza tradicional de los unionistas con los conservadores ingleses les ha jugado una mala pasada. El Protocolo del Brexit, con la frontera entre la isla grande y la isla irlandesa en medio del mar y unos aranceles especiales, ha generado mucha inseguridad —y sobre todo miedo— entre los partidos protestantes que normalmente han dominado la precaria autonomía de Irlanda del Norte. El abandono definitivo de la violencia por parte del IRA, lo que no significa que haya habido reconciliación entre unos y otros, ha encumbrado en lo alto del Sinn Féin a un grupo de mujeres que ha demostrado tener una gran determinación y cintura. El Sinn Féin está a punto de convertirse en el primer partido de la República. Ahora ya lo es en el Ulster. A pesar de la victoria, la complejidad de los acuerdos de Paz de 1998, que da derecho de veto a las dos partes, puede provocar que esta victoria histórica de los republicanos no sirva momentáneamente para nada. Tal vez los republicanos no podrán investir a Michelle O’Neill como ministra principal, pero la reunificación de la isla está cada día más cerca. 

3. El nuevo ciclo independentista en Cataluña. La mala digestión de la derrota de 2017, que es difícil de asimilar porque se acompañó de dolor, represión, exilio y peleas entre los independentistas, no deja ver el bosque. El nihilismo se ha apoderado de algunos sectores independentistas de tal manera que da grima constatarlo. En Cataluña la división es marca de la casa. Nyerros y cadells, chabacanosjocfloralescos, catalanistas y unionistas, nos hemos peleado a pedir de boca desde tiempos inmemoriales. En la época contemporánea, las luchas sociales se han entremezclado con la lucha nacional y convirtieron Cataluña en una olla a presión a punto de reventar. Las tensiones revolucionarias, la represión del estado y la incapacidad de las clases dirigentes de tener un proyecto para Cataluña que respondiera al espíritu de catalanidad, que abandonaron a manos de las clases populares, ha convertido Cataluña en una nación a medio cocer. Suerte ha habido de la gente normal y corriente, porque si hubiera tenido que depender de estas élites, ya haría tiempo que habríamos perdido la lengua, que es el nervio de la nación.

Se acercan unas elecciones municipales. Ahora sabemos que el estado trabajó sin tregua para impedir que Barcelona tuviera un alcalde soberanista. Las élites “compraron” —casi literalmente— un político francés, con orígenes catalanes, para participar en la operación de descabalgar, primero, a Xavier Trias, y, después, a Ernest Maragall, de la alcaldía. Ada Colau fue alcaldesa con la aquiescencia de Manuel Valls y de las cloacas del Estado español. Hecho el trabajo, el francés ha vuelto a casa y nos ha dejado la perla, que ha modificado las normas de su partido para perpetuarse en el cargo (¡ay, la coherencia!). Había que impedir, fuera como fuera, una victoria de los partidos independentistas. Si Esquerra y Junts tuvieran una mínima perspectiva histórica, buscarían ahora el entendimiento para concurrir unidos, al menos en Barcelona. Pero esto no ocurrirá. Además, Esquerra presenta un candidato del ala federalista, Ernest Maragall. Después de la retirada de Elsa Artadi, Junts tiene la oportunidad de buscar un candidato que genere ilusión. Con un Biden ya tenemos bastante. El alcaldable de Junts tiene que cumplir por lo menos tres requisitos: que sea netamente independentista, que tenga una mínima experiencia y que esté dispuesto a bregar en el cuerpo a cuerpo para remontar y presentar un proyecto para Barcelona como capital de la nación catalana y como centro de la modernidad cultural y tecnológica.