1. Un no a la guerra eurocentrista. La invasión rusa de Ucrania ha despertado el eurocentrismo que llevan adentro los gobernantes y los medios de comunicación. “Guerra en Europa”, destacaban algunos titulares de los diarios de aquí, como si esta fuera la primera vez que hubiera estallado una guerra en el continente europeo después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Será necesario que alguien se atiborre de pasas para recuperar la memoria, como quien dice, inmediata. En la década de los noventa, al poco de la caída del Muro, la violencia asoló Europa y, en concreto, las guerras de los Balcanes fueron terribles. El asesinato de Anna Politkóvskaya en 2006 reveló, también, la naturaleza violenta del régimen ruso.

¿Cómo es posible que algunos hayan podido olvidar tan pronto a los francotiradores que asesinaban civiles durante el asedio de Sarajevo? ¿Es que ya nadie se acuerda de que Javier Solana, secretario general de la OTAN, ordenó un ataque militar contra territorio yugoslavo el 23 de marzo de 1999, con el bombardeo de la capital, Belgrado, para mandar una “señal muy contundente” al dictador serbio Slobodan Milosevic? Aquella acción no paró la guerra, si bien entonces se trataba de pacificar Kosovo. A la larga, cabe decirlo, aquella determinación internacional propició que Kosovo surgiera como estado independiente. Los serbios consideraban la región kosovar una parte indivisible de su territorio.

2. La nueva guerra fría y el reparto del mundo. Los conflictos armados no son excepcionales en el mundo actual. Al contrario. En 2020, por ejemplo, las muertes violentas derivadas de una guerra convencional o bien de una guerra no declarada, pero persistente llegaron a 222.211, y de ellas 34.512 se produjeron en México, donde, teóricamente, no hay guerra. O sí, aunque no se haya declarado abiertamente. En Ucrania, las protestas de la Euromaidan de 2013-14 comportó 4.344 muertos. No era una guerra convencional, pero las razones por las que murió este número de gente son las mismas que ahora justifican la invasión rusa del país: el acercamiento a Europa y a la alianza atlántica de esta tierra de frontera, que parece que es la etimología eslava del nombre Ucrania. ¿Frontera con quién? Evidentemente, entre Rusia y occidente. Esta no es una guerra ideológica propia de la guerra fría. No es una confrontación entre el mundo capitalista y el comunismo. Esto ya pasó, como ha explicado muy bien John L. Gaddis, el gran especialista en la cuestión, en su último libro.

Para entender esta guerra, debemos retroceder hasta el siglo XIX, a la era de los imperios, por resumirlo a la manera de Eric Hobsbawm. Es una guerra territorial y, por lo tanto, nacionalista. El zar ha vuelto, si es que dejó de existir alguna vez. Comentando la invasión de ahora en la sala de profesores de la facultad, el doctor Joan Villarroya nos recordó una anécdota, extraída de la biografía que Lilly Marcou dedicó a Stalin, muy significativa para comprender algunas continuidades históricas. Parece que la madre del dictador, que solo hablaba georgiano, no acababa de comprender cuál era el trabajo de su hijo en Moscú. Al final, para que lo entendiera y se hiciera una idea precisa, Stalin le dijo a su madre: “Mamá, soy el zar”. Corría el año 1935. Putin podría decirle lo mismo a su madre este 2022.

Se ve que la madre del dictador, que solo hablaba georgiano, no acababa de entender cuál era el trabajo de su hijo en Moscú. Al final, para que lo entendiera y se hiciera una buena idea, Stalin dijo a su madre: "Mamá, soy el zar"

3. Que vienen los rusos: la operación Volhov. El peligro ruso es un mito en España desde los tiempos de Franco. Hasta que el historiador Ángel Viñas no indagó sobre el traslado a la URSS de las reservas de oro del Banco de España en el marco de las relaciones comerciales con la República durante la Guerra Civil, la cuestión era un mito franquista y casi un secreto de Estado. Con el mito se alimentaba la idea de la cruzada de los nacionales contra la perfidia comunista. La obsesión llega hasta nuestros días, como se pudo comprobar con la denominación de la conocida operación policial contra el independentismo y que lo vinculaba, supuestamente, con la Rusia de Putin.

Los mismos que hoy ponen a caldo a Putin y lo comparan con un psicópata u otras cosas peores, entonces daban crédito a las fabulaciones policiales españolas sobre conexiones rusas con los independentistas catalanes. Según el corresponsal del The New York Times, intoxicado por la propaganda españolista, Josep Lluís Alay era el emisario que el presidente Carles Puigdemont había enviado a Moscú para negociar la invasión rusa de Cataluña. Las majaderías que se llegaron a decir en las tertulias radiofónicas y televisivas fueron del mismo tamaño que las que he podido escuchar estos días sobre Ucrania. La ventaja de saber historia es que la información te obliga a ser prudente. La obligación de los demócratas es denunciar, como se indica en un ejemplar manifiesto de repulsa a la invasión de Ucrania del consejo de redacción de la revista Esprit, que la guerra de destrucción que viven hoy los ucranianos es inseparable del endurecimiento continuado del régimen de Putin. Las democracias occidentales no se han quejado de la naturaleza autoritaria del régimen ruso, ni tampoco lo han cuestionado, hasta que Putin no se ha decidido a desestabilizar el mundo, “como si los pueblos y su aspiración a la libertad no existieran”. Este es el problema.