“Toda política que no hagamos nosotros, la harán contra nosotros”, esto afirmaba Joan Fuster en su Diccionari per a ociosos (1970). El pensador de Sueca, de quien este año se conmemora el centenario de su nacimiento y el trigésimo cumpleaños de su muerte, era certero. A raíz de la salida de tono de Gabriel Rufián, que, si no era pactada con la dirección de Esquerra, lo parecía, mucha gente reaccionó con vehemencia en las redes sociales para reclamar a Junts que se marchase del Govern. La demagogia de Rufián es ahora tan malintencionada como cuando en 2017 acusó a Carles Puigdemont de haberse vendido por 155 monedas de plata. Su obsesión contra Puigdemont es enfermiza. El trasfondo de la cuestión es otro. Los votantes de Junts —y algunos de Esquerra que no ocupan cargos y, por lo tanto, se sienten libres— están irritados. Mucho. Reprochan al partido de Carles Puigdemont, de Jordi Sànchez, de Laura Borràs, de Elsa Artadi, de Jaume Alonso-Cuevillas, de Joan Canadell, de Mònica Sales, etc., que siga en un gobierno que no está dispuesto a avanzar hacia la independencia. Es más, que protege a quienes atacan al president en el exilio como si Esquerra obedeciera, otra vez, las órdenes de Pedro Sánchez y del establishment del régimen del 78. Razones para estar enfadados no faltan, evidentemente, pero la política es el arte de gobernar, y, pues, es una habilidad y no una pasión. Es necesario ser hábil para dedicarse a la política, aunque sea apasionadamente. Los políticos chapuceros e impulsivos suelen fracasar. Los políticos deshonestos tienen maneras de sobrevivir, pero tampoco triunfan.

Si ustedes piensan un poco en la sentencia de Fuster, convendrán conmigo que, una vez decidido que Junts, además de investir president a Pere Aragonès, también formaría parte del Govern, ahora sería absurdo abandonarlo si eso no va acompañado de provocar elecciones anticipadas. Ni Carles Puigdemont ni los independientes de Junts, con Borràs y Artadi al frente, querían formar parte del gobierno Aragonès, y, sin embargo, finalmente se impuso la tesis del secretario general, Jordi Sànchez, que contaba con el apoyo de las variadas facciones convergentes integradas en Junts. El error de formar parte del Govern, como también de aliarse con los socialistas en la Diputación de Barcelona, es difícil de enmendar en estos momentos sin que perjudique al partido que, según el CEO, es percibido como el más independentista. Los que manifiestan impaciencia en las redes sociales, deberían darle dos vueltas a un argumento que recurrentemente se usa para reclamar acabar con este gobierno. El argumento es que este gobierno no trabaja por la independencia, sino todo lo contrario: solo gestiona las migajas de la autonomía. Pues sí. Admitámoslo de una vez por todas. La Generalitat de Catalunya es una comunidad autónoma más de España, con unos déficits tan inmensos y tan persistentes, que ni la derecha ni la izquierda españolas quieren enmendarlos, que de por sí mismos ya justifican los intentos de independizarse. Ahora bien, son los partidos que ganan las elecciones los que forman los gobiernos. Junts tiene hoy 32 diputados por el carisma de Puigdemont y no porque, como ya expliqué el pasado lunes, esté muy vertebrado.

El problema de Pere Aragonès no es que no se sitúe al frente del movimiento independentista, lo que incluso supo hacer Artur Mas, es que se ha convertido en el anestesista de la voluntad soberanista

Además, no se puede repetir la historia de 2017 y confiar en que el gobierno autonómico dirigirá el movimiento hacia la independencia. Esta vía ya se probó y fracasó. Puesto que los políticos todavía son los mismos, repetir las mismas acciones con los mismos actores es entrar en una vía muerta. Pero una cosa es asumir que hay que repensar cómo volver a poner contra las cuerdas al estado español y otra calcar los fracasos del movimiento independentista. Aun así, lo que todos ya hemos avistado es que no es lo mismo que la presidencia de la Generalitat esté en manos de Esquerra que de Junts. Se pueden reprochar muchas cosas a la acción gubernamental de Carles Puigdemont, pero su presidencia es incomparable con la de Pere Aragonès. El problema del republicano no es que no se sitúe al frente del movimiento independentista, lo que incluso supo hacer Artur Mas, es que se ha convertido en el anestesista de la voluntad soberanista. Si en vez de diseñar un plan para denunciar los abusos del centralismo y los límites impuestos por el nacionalismo español a la soberanía catalana, el Govern se dedica a proclamar su satisfacción, entonces sí que se desdibuja el objetivo. Lo formularé de otro modo. Que el president de la Generalitat acuda a la conferencia de presidentes autonómicos no debería ser criticado si actúa como tiene que actuar, que es denunciar las discriminaciones, la falta de inversión, la represión, etc. Es su obligación. Sentarse con el rey de España, el avalista de la represión, es protocolario y no tiene ningún sentido. El problema es que Esquerra y Pere Aragonès se han instalado en un oasis artificial con el único propósito de ayudar a la izquierda española para contener a Vox.

Conozco muchos antiguos convergentes, más de derechas que Donald Trump, que en las pasadas elecciones votaron Esquerra para acabar con el procés. Es una paradoja, pero no tanto. Esquerra no sabe adónde va, pero tiene claro que la independencia es como apelar al socialismo por parte del PSOE. Un simple barniz para autodefinirse. Un presidente realmente independentista no es el que se deja destituir por una pancarta en un balcón, a pesar de la honorabilidad del acto, sino el que busca la forma de perjudicar al Estado, socavar su fortaleza y zancadillearle cuando pretende destruir la idiosincrasia catalana. La independencia es un acto revolucionario que solo puede protagonizar la gente desde la calle. El Govern tiene que saber administrar —y por eso estaría bien que al frente de los departamentos figuraran personas preparadas—, pero tiene que ser, también, el gran altavoz del agravio. El difusor de la denuncia. Catalunya no tiene estado, pero sí un estado, el español, en contra. Mande la derecha o mande la izquierda, “si tú no vas, ellos vuelven”, por resumirlo con el lema que acuñaron los socialistas para avalar la candidatura de Carme Chacón en 2008 en contra de la amenaza de la derecha. Ganó cómodamente en Catalunya. El resultado: 25 diputados del PSC, una victoria inédita que ningún otro partido ha conseguido igualar ni superar en unas elecciones españolas en Catalunya, dado que la victoria de En Comú Podem de 2015 y 2016 fue menos abultada. Reforzar la izquierda unionista española no es el camino, aunque esta sea ahora mismo la opción de Aragonès, Rufián, Tardà, Sol y el entorno mediático de los republicanos. Decantarse por eso haría retroceder el independentismo a la irrelevancia. La izquierda unionista no es ningún aliado para el independentismo.

Termino. Abandonar el Govern ahora no sería un acto político. Al contrario, dejaría el gobierno en manos, para volver a Fuster, de quienes harían política contra nosotros, los independentistas. Levar anclas y abandonar el Govern únicamente se podría entender si fuera acompañado de ofrecer una alternativa que ahora mismo Junts todavía está hilvanando. Tener el partido a medio cocer no ayuda para nada a definir esta alternativa. Leí en Twitter un comunicado de la ejecutiva de Junts en la veguería del Penedès que reclamaba a la dirección que avanzara la convocatoria del congreso del partido antes de que se acabara el plazo de dos años desde que se fundó como preveía el reglamento. La buena gente de base urge a la dirección que haga política para que no se disemine la idea de que Junts se mantiene en el Govern para preservar la paguita de los de siempre.