Francesc Marc Álvaro y Agustí Colomines publicaron ayer dos artículos muy parecidos sobre la crisis de discurso que padece Convergència. Los dos describían bien la situación. Convergència corre el riesgo de quedar destruida por el mismo tacticismo que la ha ayudado a mantenerse durante tantos años en el centro del poder político catalán. La falta de ideas propias, o el miedo de articularlas de manera clara y convincente, empieza a poner en peligro la supervivencia del partido –y no porque otros columnistas no lo hubieran advertido hace ya algunos años–. 

Como decía Marc Álvaro, Convergència se equivoca si cree que su futuro pasa por volverse más de izquierdas o menos independentista o las dos cosas. Como dice Colomines, el último político que pensó en Convergència fue Jordi Pujol. El partido de Mas y Puigdemont siempre ha tenido una terrible alergia al pensamiento. Las prácticas políticas que permitieron a los convergentes gestionar el poder autonómico mejor que nadie, estos últimos años les han impedido participar con eficacia en el debate de ideas planteado por las izquierdas, no solamente en Catalunya sino en toda España.

La cuestión de fondo es que para elaborar un pensamiento fuerte lo primero que hace falta es tener políticos capaces de actuar siguiendo una visión particular y clara del futuro. El pensamiento surge de la capacidad de imaginar un objetivo con una intensidad suficiente como para extender la necesidad de implementarlo. Pujol tuvo una visión, y le dedicó la carrera y la vida. Su visión de Catalunya partía de la premisa que, después de 40 años de dictadura, Barcelona y Madrid vivirían una guerra fría. Para Pujol la prioridad era rehacer el país y después resistir de acuerdo con las normas del autonomismo.  

El problema del presidente Mas y su equipo es que la evolución de los hechos los cogió a contrapié y se pusieron de objetivo la independencia sin estar preparados para imaginársela. Los convergentes quizás la han querido y la quieran conseguir, pero ninguno de los políticos que tienen en primera fila es capaz de visualizarla con bastante fuerza o concreción como para inspirar un pensamiento genuino y creíble. Para defender su mundo, Pujol fue capaz de poner en peligro incluso el honor y la familia. Para la Convergència actual la independencia no ha pasado de ser un recurso electoral tan bien intencionado como se quiera. 

Ahora su electorado se imagina más la independencia que sus propios líderes. Seguramente pronto veremos que a ERC le pasa lo mismo. Convergència ha atrapado todo el país en la política de la pena que permitió a Pujol mantenerse en el poder durante tantos años. Tanto en Catalunya como en España, la fuerza del discurso de izquierda todavía va ligada a la situación creada en Catalunya durante el pujolismo. Pujol creía que Catalunya no era lo bastante fuerte para independizarse y, mientras se dedicaba a hacer país, se desencadenó una especie de competición para ver quién sufría más, si la catalanidad en manos de España o los hijos de la inmigración en manos de los catalanes de generaciones. 

La cultura victimista no pide pensamiento porque no pide acciones concretas, sino puramente la contemplación de los que sufren y su explotación como espectáculo. El victimismo no pone el foco en la libertad de las personas –y por lo tanto en la vida– sino en la distinción entre los colectivos que sufren y los que no. El protagonismo exagerado que los colectivos victimizados cogen en estos climas políticos acaba impidiendo que las preguntas inteligentes sean devoradas por el escándalo y, por lo tanto, que se pueda elaborar una idea fuerte de justicia.

Como la prioridad siempre es consolar y evitar ofender a los que sufren, los valores políticos acaban entrando en un progresivo estado de putrefacción. En vez de promover un sentido de la justicia consistente y políticas destinadas a equilibrar el poder de los fuertes respecto de los débiles, el victimismo produce discursos que no pueden ser evaluados nunca en términos de eficacia. Es así que, bajo el Govern de Mas, el Parlament celebró monográficos sobre la pobreza, a pesar de no tener las competencias para garantizar la luz y el agua de los más desfavorecidos. O que ahora, agotados de gritar contra la casta y la corrupción, la prensa y los partidos explotan las inseguridades y el dolor de las mujeres. 

Los discursos victimistas desdibujan al individuo, y tarde o temprano alejan a la gente de la política porque piden más sacrificios y más contención al ciudadano corriente que a los propios políticos, que pierden la autenticidad y la capacidad de dar ejemplo. Cuando perviertes una virtud tan cristiana como la compasión para sacar un beneficio personal, aparecen partidos de contables como Ciudadanos y oleadas de indignación dirigidas contra figuras concretas que sirven de cabeza de turco de la rabia acumulada. Sin el papel castrador que juega el victimismo no se entiende que en Catalunya el discurso de derechas sea todavía más anómalo que en Espanya

La compasión, igual que el respeto, es una virtud contenida y silenciosa. En cambio, el pensamiento es ruidoso porque se forja a través del ensayo-error y siempre necesita hacer un poco de estropicio. Así se hizo el submarino y así se hizo la Sagrada Familia, y así se han hecho todas las grandes cosas en la historia de la humanidad. En Convergència no hay pensamiento porque hace años que la gente que lidera el partido tiene más miedo de perder los privilegios heredados de los tiempos de Pujol que ganas de afirmar sus convicciones. Por eso siempre reacciona tarde y mal, y los mismos que no querían las consultas son los mismos que todavía mandan y monopolizan el discurso en el partido.