Aprovechando el 80º aniversario del golpe de estado, los diarios han publicado estos días artículos y reportajes sobre la Guerra Civil. Como en el curso de una guerra la pedantería salta como el esmalte de las uñas, la memoria de los muertos se convierte en una fuente inagotable de discurso y sabiduría. Todos los países se definen a través de sus guerras, igual que todas las personas se definen a través de los momentos difíciles que han tenido que atravesar.

Las guerras ponen a prueba los puntos fuertes y los puntos débiles de las naciones y sus culturas. En la medida en que sacan lo mejor y lo peor de las personas, colocan en su lugar a cada pueblo. Aunque dé rabia, hay una lección inherente en el resultado de una guerra. Justamente porque no todos los valores valen igual ni se defienden con la misma eficacia en todas partes, no siempre convocan la misma fuerza, ni son igual de aptos para celebrar la vida, más allá de la retórica superflua.

El veredicto de una guerra siempre nos interpela, por eso la manera de leerlo tiene tanta importancia cultural y psicológica. En este sentido, encuentro sospechoso que, después de 80 años, los diarios de Barcelona todavía insistan en aquellos aspectos de la Guerra Civil que son exactamente iguales a los de cualquier otra guerra. Supongo que es una forma de salirse por la tangente, de no introducir el elemento catalán en el conflicto, ni que sea por error. Intuyo que si tuviéramos más presente el anecdotario de las dos guerras mundiales, no seríamos tan duros con la República y que nuestra visión del pasado sería menos acomplejada y menos franquista.

Entiendo que es más fácil preguntarse por qué la República fracasó, como hacía Joan Tapia en El Periódico el pasado sábado, que preguntarse por qué Franco necesitó una guerra de exterminio y 40 años de dictadura para borrar 5 años de esperanza en la historia de España. O que es más fácil justificar a tu abuelo en nombre de un pacifismo de supermercado, como hacía Jordi Amat en La Vanguardia este domingo, que reconocer que los catalanes llegaron tan masacrados a la República que ni siquiera aquellos que se querían defender encontraron una estructura cultural y militar lo bastante eficiente para hacerlo.

Justamente porque muchos catalanes murieron defendiendo la democracia en medio de una Europa enloquecida por el fascismo, utilizar el dolor de los supervivientes para hacer homenajes a la resignación y al fatalismo me parece una peligrosa falta de respeto

Como expliqué en un artículo hace unos días, para rematar la victoria de un ejército no hay nada mejor que promover la memoria de los cobardes, entre los vencidos. Mis abuelos, como el de Amat, o como el señor de la Quinta del Biberón que Víctor Amela entrevistó ayer, también trataron de escaparse del frente. Aun así, no creo que sea buena idea convertirlos en héroes de nada, ni mucho menos en referentes del pacifismo. Justamente porque muchos catalanes murieron defendiendo la democracia en medio de una Europa enloquecida por el fascismo, utilizar el dolor de los supervivientes para hacer homenajes a la resignación y al fatalismo me parece una peligrosa falta de respeto.

Fomentar el infantilismo no tan sólo no evita las guerras, sino que, además, tampoco ayuda a ganarlas. Quizás hay que recordar que, a diferencia del gobierno de la Generalitat, el gobierno británico evitó construir refugios seguros para la población civil durante los bombardeos alemanes. El argumento que prevaleció fue que eso promovería la cobardía entre la gente y que haría más dificil  ganar la guerra. No quiero juzgarlo. Solamente quiero remarcar que fue una decisión tomada bajo la presidencia de Churchill, que ahora es elogiado en las páginas de los mismos diarios que intentan desarmar la cultura catalana con bisutería pacifista.

Experimentando con el trauma, colgué en Twitter un reportaje firmado por Emilia Landaluce en El Mundo que contaba un encuentro entre los descendientes de los principales generales del bando republicano y franquista. Como ya había previsto, la reconciliación que describia despertó toda clase de insultos entre mis followers. Aunque todos clamaban contra Franco, me pareció que aquello que realmente los movía era el miedo a verse atrapados en una reconciliación que no tenía nada que ver con ellos y que amenazaba con enterrar sus esperanzas –de hecho, no había ningún catalán en el encuentro.

¿Podría ser que mientras la prensa de Madrid hace presión para que España vaya superando su pasado, en Barcelona nos encontremos demasiado cómodos removiendo el estiércol de siempre?

Ahora veo que la misma periodista publica un artículo sobre los cambios de nombre que la alcaldesa Carmena quiere impulsar en algunas calles de Madrid que todavía homenajean generales golpistas. Nunca habría imaginado que Millán Astray, el hombre de los muñones, hubiera podido dejar embarazada a una prima de Ortega y Gasset. En cambio no me ha sorprendido que la articulista tocara el tema con tanta gracia. ¿Podría ser que mientras la prensa de Madrid hace presión para que España vaya superando su pasado, en Barcelona nos encontramos demasiado cómodos removiendo el estiércol de siempre?

Hace 40 años que la izquierda española utiliza Catalunya para pactar cuotas de poder con los vencedores de la guerra civil y a la vez marcar distancias, cuando le interesa. Quizás si los catalanes empezáramos a hablar sobre la guerra como adultos, algunas cosas cambiarían. Dirán que no tiene nada que ver, pero este sábado el Financial Times llevaba un artículo larguísimo y muy documentado sobre el futuro de Londres. El texto acababa con esta frase: "Londres no es una ciudad para gente que siente lástima de ella misma." Me pareció una frase imposible de leer en la prensa barcelonesa.