Vladímir Putin no quiere un acuerdo. Y el placer de observar cómo le ruegan para que acepte uno es, para el presidente ruso, parte del juego. Las cinco horas de reunión entre el yerno de Donald Trump, Jared Kushner, el enviado especial Steve Witkoff y el líder del Kremlin dejaron poco resultado público, más allá de la constatación de que Moscú continúa marcando el ritmo. Para entender por qué, hay que dar un paso atrás y mirar la guerra y la diplomacia a través de la mirada de Putin.

El conflicto comenzó con un cálculo erróneo monumental. Putin aspiraba a una victoria rápida que restaurara el aura militar rusa en Europa y aprovechara el descrédito estadounidense tras la caótica retirada de Afganistán. Pero la guerra relámpago se convirtió en un estancamiento brutal, e incluso durante un tiempo Ucrania, con el apoyo de Estados Unidos y la OTAN, pareció capaz de empujar hacia atrás al ejército ruso.

Todo empezó a cambiar cuando Trump volvió al poder. Su simpatía vacilante –o admiración, según algunos– hacia Putin y la insistencia en que Ucrania “no es su guerra” enviaron una señal inequívoca al Kremlin: Washington ya no está dispuesto a sostener indefinidamente la defensa ucraniana. Para Putin, este es un regalo que no hubiera imaginado: la superpotencia que durante décadas ha frenado sus ambiciones ahora suplica que acepte un acuerdo.

Dentro de la mente de Vladímir Putin

El jefe negociador de Putin, Yuri Ushakov, salió de las conversaciones hablando de un plan de 27 puntos y cuatro documentos adicionales; un detalle que parecía deliberadamente diseñado para incomodar a Volodímir Zelenski, que hacía solo unos días había hablado de un documento de 20 puntos. Esta maniobra refuerza el mensaje central del Kremlin: Moscú controla la información y, por tanto, controla el ritmo.

Mientras tanto, Ucrania entra en el cuarto año de invasión y ha pasado casi un año sufriendo el impredecible estilo diplomático de Trump, que oscila entre sancionar duramente a Rusia o insinuar concesiones territoriales. Este zig-zag erosiona la moral ucraniana y envía a Moscú el mensaje de que la paciencia y la presión acabarán dando frutos.

Putin, a pesar de no ser infalible –como demostró la revuelta fallida de Wagner en 2023–, no afronta elecciones, ni escándalos de corrupción, ni opositores creíbles. Ha convertido la economía rusa en un engranaje de guerra y sabe que mantener el conflicto es, en muchos sentidos, la mejor garantía para prolongar su mandato y su proyecto de reconfiguración del poder global.

Putin, el estratega del tiempo

Así, cuando el equipo de Trump propone concesiones, Putin las rechaza sin prisa. Tiene el tiempo a su favor, una ofensiva militar lenta pero constante y una Ucrania agotada por las pérdidas, las interrupciones de energía y la caída del apoyo occidental.

Zelenski, debilitado política y militarmente, intenta mantener un frente unido entre europeos y norteamericanos, pero el calendario juega en su contra. Trump quiere una paz rápida, casi empresarial, como si negociara un acuerdo inmobiliario. Pero Putin no busca comprar un inmueble: lo está ocupando para demostrar poder, aunque sea reduciéndolo a cenizas.

En el fondo, la guerra –y la sensación de que está avanzando– es el combustible que mantiene a Putin en el poder. Y ver a Estados Unidos pidiéndole un acuerdo es, para el líder ruso, la culminación de un sueño geopolítico. Todo esto hace pensar que una paz real, estable y justa continúa siendo un horizonte lejano para Ucrania.