Explica Fernando Lázaro, uno de los periodistas que mejor trabajan en Madrid en el área de Interior, en un artículo publicado hace un año y que llevaba por título El comisario más oscuro, que el comisario del Cuerpo Nacional de Policía José Manuel Villarejo es un veterano policía que se encuentra en "servicios especiales". Está adscrito a la Dirección Adjunta Operativa "pero en realidad no depende de nadie. Es un comisario pero no tiene comisaría, hace y deshace, y desde el siglo pasado aparece relacionado con asuntos de lo más escabrosos y todos con vinculaciones políticas". Pues bien, el Villarejo en cuestión, y sigo copiando a Lázaro, "para muchos es un héroe que hace lo que nadie se atreve y tira por la calle de en medio".

Este miércoles en el juzgado de instrucción número 2 de Madrid, Villarejo ha dado algunos ejemplos de lo que era tirar por la calle de en medio al declarar que había colaborado en una célula del Ministerio del Interior en una actividad, la 'Operación Catalunya', que tenía como objetivo frenar el proceso de independencia de Catalunya. O sea, una policía política. Las declaraciones de Villarejo, que comparecía como investigado por el caso del pequeño Nicolás, no provocaron, al parecer, ninguna pregunta por parte de los abogados, ni del fiscal, ni del juez y no habrían sido conocidas si uno de los presentes en la sala no lo hubiera contado al salir. El hecho de que esta declaración llegue después de las grabaciones de Fernández Díaz y de Daniel de Alfonso en 2014 hablando también de fabricar pruebas falsas contra líderes independentistas no hace más que corroborar la percepción de una operación de amplio abasto.

Uno no puede menos que preguntarse: ¿pero cuánta gente estaba trabajando para acabar con el independentismo catalán? ¿Es posible que ninguno de los cuatro grandes partidos españoles se sienta interpelado ante la evidente vulneración de los más elementales principios de un Estado de derecho? Señor Sánchez, señor Iglesias, señor Rivera, que eso no va de independencia, no se equivoquen. Va de democracia, de libertad. Las elecciones generales del pasado 26 de junio dejaron encima de la mesa un asunto especialmente grave para la salud de la democracia española: se puede proceder a la destrucción de personas por su ideología y ello no merece la más mínima censura electoral. Este no puede ser el final de esta truculenta historia.