El rechazo del Parlament de Catalunya a una iniciativa legislativa del PSC a "restablecer los consensos en la sociedad catalana" y "establecer un diálogo que permita la reconciliación" pone de relieve dos cosas: lo huecas que son a veces las palabras por más grandilocuentes que suenen y el camino en dirección contraria que han realizado los socialistas en los últimos años poniendo tierra de por medio a su pasado catalanista.

Solo así se puede entender la oposición contundente de quien carece en estos momentos de credibilidad después de haber ayudado en grado de cooperador necesario en algunos casos y de autor intelectual en otros a la suspensión de la autonomía con la aplicación del artículo 155, la detención del Govern y el encarcelamiento de los líderes soberanistas. La imagen de la bancada socialista en el Parlament, impasible al homenaje que se tributó recientemente en la Cámara a los familiares de los altos cargos detenidos, fue más que llamativa. Que participara de la escena el diputado democristiano Ramon Espadaler, que compartió gobiernos soberanistas y grupo parlamentario con algunos de los encarcelados evidencia la profundidad de la herida que se ha producido.

En este contexto, la prédica socialista difícilmente puede ser creíble y puede ir más allá de ser percibida como una cortina de humo para tratar de expiar su comportamiento. No estamos hablando de una actitud o una posición en el debate sobre la independencia de Catalunya sino sobre cuál es la actitud política y personal ante el encarcelamiento injusto del Govern y el falso relato de la violencia en los alrededores del pasado 1 de octubre que ha sido la palanca para los autos del juez Llarena. Pedir diálogo después de haber contribuido a encarcelar a tus adversarios es tanto como pensar que la sociedad es tan permeable a todo que es capaz de digerir las mentiras una a una sin caer en la cuenta de ellas.