Ciertamente, hay imágenes que valen más que mil palabras. Ver al rey Felipe VI sentado en el sillón que durante varios meses ha ocupado el presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, durante el juicio a los líderes independentistas catalanes, es una imagen impagable. Es volver al 3 de octubre, el día del nefasto discurso por televisión que alejó, quién sabe si irreversiblemente, a la sociedad catalana de la monarquía española. Aquella aciaga velada que situó al monarca español en una posición de ruptura con las instituciones catalanas y que tanto daño le ha hecho, hasta el extremo de que su presencia es non grata en muchos lugares de Catalunya, y la Generalitat, por ejemplo, acordó no asistir a ninguno de los actos organizados por el palacio de la Zarzuela. Una situación, por ejemplo, que, como este lunes se ha confirmado nuevamente, ha desplazado de Girona a Barcelona los actos de la Fundación Princesa de Girona ante el insólito escenario provocado por el boicot de todas las autoridades gerundenses y la negativa a la cesión de espacio público.

Felipe VI en el Supremo inaugurando el año judicial como preludio de las sentencias contra los líderes independentistas que, todo apunta, se harán públicas en la primera quincena de octubre, no hace sino remarcar esa imagen de que, apartada la política del conflicto entre Catalunya y España, solo queda la justicia. Las llamadas del presidente del Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, y de la fiscal general del Estado, María José Segarra, exigiendo que las sentencias sean "respetadas y acatadas" es un intento de poner sordina a la respuesta institucional y ciudadana que se espera desde Catalunya si son condenatorias. Las felicitaciones de Lesmes a Marchena, como presidente del tribunal, y a todos los miembros de la sala, no dejan de ser un prietas las filas ante el anuncio de las sentencias, que puede marcar un punto de inflexión en la convulsa vida política.

Una situación que tiene tantas ramificaciones como conflictos hay encima de la mesa. Y que, por ejemplo, contribuye a bloquear la investidura de Pedro Sánchez ya que sirve al presidente en funciones y a su séquito de la Moncloa para poner permanentemente el acento en que Podemos no es una formación política de fiar, entre otras cosas, por su simpatía con un nuevo referéndum de independencia en Catalunya. Por más que Pablo Iglesias se ha desgañitado para ofrecer reiteradas muestras de lealtad en esta cuestión, nada ha sido suficiente para el PSOE. Sobre todo porque Sánchez y su número dos, Carmen Calvo, lejos de rebajar la tensión con el mundo independentista se han dedicado a situarlos como un espacio político apestado con el que no se puede ni tan siquiera intentar un acuerdo.

Judicializar la vida política catalana y la resolución de un contencioso que es exclusivamente político es uno de los mayores errores que ha cometido la política española y, sucesivamente, los dos últimos inquilinos de la Moncloa. No hay ni habrá en la justicia solución a las demandas de Catalunya. Encerrarse en una oposición numantina de represión al independentismo puede ofrecer réditos a corto plazo pero es la simiente para que, más pronto que tarde, el conflicto rebote en el mismo punto en que se quedó antes de que la represión llevara a algunos a pensar que las aguas ya habían vuelto a su cauce.