Que el president Carles Puigdemont es un político sorprendente a estas alturas nadie lo duda. No le gusta que le marquen la agenda, fija sus movimientos estratégicos con mucha antelación, es enormemente tozudo –tanto, que a Artur Mas sigue diciéndole que no se volverá a presentar–, tiene una seguridad en sí mismo a veces desconcertante y recoge rasgos del president Maragall en lo que se refiere a aquella proximidad de los alcaldes, a veces cercana al populismo, a la hora de acercarse a los ciudadanos.

Por una suma de táctica y tozudez no ha querido hacerse la foto con la CUP negociando la moción de confianza como le pedía la formación anticapitalista. El argumento es tan simple como contundente: la confianza no se negocia, se tiene o no se tiene. Tampoco ha cedido a los cantos de sirena de Esquerra, partidarios de que se hiciera pública esta reunión para abordar seguidamente desde Economía los presupuestos. No ha sido, ni mucho menos, por abrir una vía de conflicto con su vicepresidente, con el que mantiene una más que buena relación, sino por remarcar que a él le conciernen preferentemente los pasos que se han de dar.

Puigdemont no ha dado entrevistas este verano pero tampoco ha estado callado. Ha hablado en las redes sociales de casi todo y muy especialmente de dos cosas, la ineficacia de la política española para alcanzar un acuerdo para la investidura de un presidente del gobierno y su determinación a llegar hasta el final en la hoja de ruta para proclamar el Estado catalán.

No ha dado más detalles en público pero es obvio que el referéndum de independencia está encima de su mesa como un paso intermedio entre la aprobación de las leyes de desconexión y las elecciones constituyentes. Y no porque se lo pida la CUP sino porque así lo empezó a diseñar hace ya varios meses.