No sé qué debe pensar Pedro Sánchez cada vez que sube a la tribuna de oradores para hablar de su contribución al reencuentro de Catalunya con España. Ni, tampoco, qué se le debe pasar por la cabeza cuando repite, como un disco rayado, que no existe déficit de inversión del Estado en Catalunya y que todo es consecuencia de la pandemia o de la cultura de la queja que atribuye a los catalanes. Incluso el primer secretario del PSC, Salvador Illa, no se ha atrevido a negar la mayor aunque, eso sí, ha responsabilizado al Partido Popular que, por cierto, fue expulsado de la Moncloa a través de una moción de censura que tuvo, si no no hubiera prosperado, los votos del ingenuo mundo independentista que pensó que con Sánchez en la Moncloa habría un viraje en el gobierno español y que ellos también saldrían políticamente beneficiados.

El balance, tristemente, no puede ser más negativo ya que en el zurrón de cosas tangibles tan solo hay los indultos parciales y reversibles que negoció Esquerra con Sánchez y que la formación de Oriol Junqueras se resiste públicamente a poner en el activo de la negociación por temor a que pudiera producirse un efecto boomerang entre sus votantes. Y, descontado eso, solo quedan incumplimientos —ley audiovisual, presupuestos generales del Estado o ejecución inexistente de las inversiones en infraestructuras, por citar tres ejemplos irrefutables—. A eso se añade, la voladura que ha hecho el PSOE de la mesa de diálogo y que ha dejado a ERC sin explicación posible a la opinión pública; el CatalanGate, que se ha revelado como el caso de espionaje político conocido más grande en Europa y, como cereza en el pastel, el espionaje del CNI al president de la Generalitat, Pere Aragonès, mientras estaba negociando con el presidente del gobierno español.

Un caso sobre el que si uno se parara a pensar, costaría encontrar ejemplos de espionaje a tu aliado político para saber cuales serán sus próximos movimientos. Pero Sánchez se ha acostumbrado a cabalgar sobre la mentira y algo que, en otras latitudes, como por ejemplo Alemania, tendría un enorme castigo aquí acaba teniendo incluso premio. Se da por supuesto que un político tiene que ser mentiroso y que ello le hace más profesional. Oyendo este martes a Pedro Sánchez en el Senado hablar de las inversiones en infraestructuras en Catalunya y la enorme tomadura de pelo que supone que de lo presupuestado solo se haya invertido el 35,8% mientras que en la Comunidad de Madrid el Estado ha invertido el 184%, uno no puede más que preguntarse de qué pasta debe ser Sánchez para decir tantas mentiras por minuto.

Y ello sin tener rédito alguno ya que en España piensan que es todo lo contrario y tienen más fuerza los bulos del PP o las fake news de la prensa de derechas —ya podríamos literalmente considerarla de extrema derecha— de Madrid. El ejemplo más claro se va a ver en Andalucía, donde a un PSOE sin discurso le van a propinar el próximo día 19 un revolcón que va a ser histórico. Y es que a los socialistas solo les queda un discurso regenerador de la política española y eso no lo van a hacer porque ellos son en estos momentos más parte del problema que de la solución. Y, entonces, solo le queda a Sánchez la mentira.