El acuerdo entre el Partido Popular y el PSOE para escoger a los miembros del Consejo General del Poder Judicial e incluso a su presidente, saltándose lo dispuesto en la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), donde se establece que son los vocales de dicho consejo a quienes corresponde elegir a su máximo responsable, supone una nueva tropelía que aumenta el descrédito acumulado últimamente y empeora la ya muy maltrecha imagen de la justicia española. Un correctivo más para la independencia del poder judicial. No parecía posible que PP y PSOE consumaran sin rubor alguno lo que la ley prohíbe expresamente pero con la designación del juez Manuel Marchena como nuevo presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ es obvio que han preferido resaltar su autoridad en la renovación que se ha llevado a cabo antes que dejar la elección abierta a la decisión de los jueces y magistrados.

La elección de Marchena como presidente del TS es un triunfo del ala más dura de la judicatura española. No es simplemente un juez sino que ha estado detrás de muchas de las decisiones más polémicas de los últimos años. En su condición de presidente de la sala segunda del Supremo ha estado encima de toda la instrucción contra los presos políticos catalanes y los exiliados que ha llevado a cabo el juez Pablo Llarena. A Marchena, sin embargo, se le atribuye un papel mucho más importante que el del mero acompañante o supervisor del caso del 1-O: una actuación decisiva a la hora de pergeñar toda la estrategia procesal para que hayan podido ser acusados de rebelión los presos políticos catalanes.

Ahora, en su condición de presidente de la sala penal del Supremo, iba a presidir el juicio del 1-O y ser el ponente. Su ascenso al nuevo cargo desactiva el exponente más duro, el que encarna la visión más comprometida con las inexistentes acusaciones de rebelión y malversación que se han formulado. Es muy posible que en la tesitura de situarlo al frente del Supremo o mantenerlo como principal juez del 1-O, el PSOE haya escogido la primera opción aunque sea sin saber a ciencia cierta si el cambio de magistrado le pueda asegurar, llegado el caso, una ventaja, si opta por mover las piezas a su alcance para que decaiga la acusación de rebelión por parte de la fiscalía. Es, sin embargo, una moneda al aire ya que los conservadores no tendrán mayoría en el órgano de los jueces, nueve de los veinte miembros, pero aunque los otros once quedan encuadrados en el sector progresista, eso en el mundo de la judicatura hay que matizarlo varias veces.

El puesto de Marchena en el juicio del 1-O lo ocupará el magistrado Andrés Martínez Arrieta, con un perfil mediático menos intenso, pero también formado, como toda una generación de jueces, en los años de terrorismo en el País Vasco. De aquella época hay un caso de torturas no investigado y una condena del Tribunal Europeo de Derechos Humanos a España que pesan sobre él. No obstante, la derecha extrema siempre le ha visto con reticencias y no le ha perdonado nunca que cuando Felipe González fuera llamado a declarar como testigo en el caso Filesa le diera la mano a la entrada del Supremo. Quién sabe si alguien ha pensado que para los tiempos que vendrán vale más un Martínez Arrieta que un Marchena. O, simplemente, el PSOE ha jugado mal sus piezas. En cualquier caso, para los presos políticos catalanes, a priori, el relevo en la sala difícilmente será a peor.