Se queja ahora, y con razón, el vicepresidente del gobierno Pablo Iglesias de que existen unos poderes ocultos que tratan de controlar el poder del Estado después de que la Audiencia Nacional haya pedido su imputación al Tribunal Supremo por cuatro delitos que le pueden comportar años de cárcel. Iglesias ya no ve los toros desde la barrera, observa como van directamente a por él y un sudor frío se ha instalado en Podemos, donde han dejado de controlar el relato y el poder del que gozan les sirve de bien poco para evitar el vendaval que se les viene encima.

Han tenido que sentirse directamente atacados para salir de la zona de confort en la que han estado durante años, mientras el independentismo padecía en solitario la persecución y la causa general desde diferentes instancias judiciales. Aquel insolidario "¡qué desastre, que mal todo!" no debe encontrar hoy la misma respuesta desde el ámbito independentista, que ha de poner sus diputados al servicio de un cambio judicial en profundidad antes de que sea demasiado tarde. Porque la situación es cada vez más insostenible y es difícil no ver un pulso del poder judicial al poder político, con el Rey inequívocamente alineado. El miércoles fue Iglesias y este jueves ha sido directamente Pedro Sánchez con el Tribunal Superior de Justicia de Madrid anulando el cierre de la capital que impuso el Ministerio de Sanidad para frenar los contagios de coronavirus.

La batalla contra el independentismo situó a la Justicia como punta de lanza para no tener que hacer política y algunos quisieron ver en esta situación, a la que nunca se hubiera tenido que llegar, la certificación de que eran o podían quedar impunes. Y así se ha hecho una barbaridad tras otra, entre el aplauso de una derecha extrema mediática y política, el silencio cómplice de los socialistas y algún minúsculo conato de solidaridad de la nueva izquierda que rápidamente quedó absorbido por los tentáculos del régimen del 78. Hay un Madrid que no distingue entre "separatistas y rojos" cuando se trata de hacer limpieza y ahora han empezado a caer chuzos de punta y, acabe como acabe, el Supremo, la Sala Segunda, o sea, Marchena, pasa a tener el mando de la agenda política de los próximos meses. El gobierno de los jueces. Ya no es el 1-O, ya no es el president Torra, es quién sabe si la caída del gobierno de Pedro Sánchez. Porque estamos hablando de eso, no de un desencuentro puntual entre el Gobierno y la alta magistratura.

Hay que remontarse a la sentencia del Estatut por parte del Tribunal Constitucional para situar el origen del momento en que la justicia, en su acepción más completa, pasó a tener un poder que ni era lógico, ni estaba previsto que así fuera por parte de los constituyentes. El TC se cargó un Estatut que habían aprobado las Cortes, ratificado en referéndum el pueblo de Catalunya y sancionado el Rey y no pasó nada. Bueno, sí pasó: que desde el año 2010 está vigente un Estatut que nadie ha votado, solo los magistrados del TC del momento. A lomos de aquel desatino, entraron en el juego la Audiencia Nacional, el Supremo y algún que otro juzgado de Barcelona. Solo el escudo de las victorias en Europa ha permitido ver que la justicia española y la europea eran diferentes y que allí se pueden ganar partidas que en Madrid eran impensables. Pero es un camino lento, no siempre fácil y repleto de espinas.

Hoy deben ser muchos más los que piensen que el gobierno de los jueces ya está aquí desde el momento en que Iglesias hace un alegato situándose como el primer condenado por sus ideas. Un poco de modestia debería tener el vicepresidente después de todo lo que ha pasado en Catalunya con 2.850 represaliados, las cárceles llenas de presos políticos y un importante número de exiliados. El hecho de que hoy Felipe VI y Pedro Sánchez se paseen por Barcelona sin president de la Generalitat porque ha sido inhabilitado y los últimos tres presidents, Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra, tengan que hacerlo en Perpinyà es la evidencia de que algo no solo no va bien, sino que va muy mal.