La contundente victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales a la Casa Blanca y el estrepitoso fracaso de la candidata demócrata Hillary Clinton supone, seguramente, la mayor derrota de las clases dirigentes mundiales desde la Segunda Guerra Mundial. Los centros de decisión, tal como los hemos concebido desde entonces y que se han sustentado a grandes rasgos en el triángulo que han conformado el poder político, el sistema financiero/grandes empresas y los medios de comunicación (diarios de papel), ha saltado por los aires ante su progresiva e imparable pérdida de credibilidad. Ha habido avisos anteriores -la victoria del Brexit en el Reino Unido, el pasado mes de junio, fue el último caso clamoroso- pero su defunción definitiva habrá que certificarla para los historiadores el 8 de noviembre del 2016.

El peso que se había otorgado a lo que popularmente se conoce como el stablishment parece ya no funcionar de la misma manera en democracias avanzadas, donde los ciudadanos, acertada o equivocadamente, han decidido prescindir de los prescriptores tradicionales, adoptar sus propias decisiones a riesgo de equivocarse (o no) y tratar así de imprimir un giro de 180 grados a las políticas que ni entienden, ni comparten y de las que responsabilizan, sin poner rostro, a todos ellos. Por eso, cada vez que hay una convocatoria a las urnas, los resultados vistos desde la lógica distancia son tan fuertes pero, al mismo tiempo, menos sorprendentes. Trump ha ganado en el último año todas y cada una de las batallas que ha tenido que afrontar y para las que ha necesitado contar con el apoyo popular: empezó siendo el candidato que no superaría los envites de los primeros caucus republicanos; era imposible que tuviera el número de delegados para lograr la nominación en la convención de Cleveland (Ohio) el pasado verano; y muchos creían que era un rival demasiado fácil para los demócratas, aunque su candidata fuera la odiada Hillary Clinton que, además, durante la campaña había recibido el apoyo público de numerosos dirigentes republicanos. El resultado a la vista está: una diferencia entre ambos candidatos de 70 votos electorales –219 a 289- y el elefante de color rojo en todos los mapas del país.  

Es obvio que el resultado preocupa a mucha gente y que un cierto populismo se ha colado en el despacho más importante del planeta. Solo hace falta escuchar las declaraciones previas de tantísimos dirigentes mundiales alertando de los peligros de la llegada de Trump a la Casa Blanca, haber prestado atención a la cantidad de exabruptos del candidato, hoy ya presidente electo, durante la larga campaña electoral y también la cautela con la que ha sido recibido en muchas de las más importantes cancillerías de todo el mundo. Habrá que esperar un poco para analizar cuál de todos los Donald Trump gobernará el timón de la principal potencia mundial. En este sentido, su primera comparecencia pública tras la victoria destacó por la contención verbal y los mensajes de unidad del país. Una actitud, sin duda, mucho más institucional que la que tuvo su rival, que acabó siendo una caricatura de sus principales defectos y tuvo un comportamiento bochornoso, demorando su incomparecencia pública hasta el día siguiente.

Un último apunte del que también habrá que extraer, cara al futuro, conclusiones. Los americanos han pedido a su máximo dirigente que priorice América (Estados Unidos, claro). Que ante los miedos de todo tipo que genera el terrorismo yihadista, la situación económica, el paro o la inmigración la respuesta sea siempre pensando solo o preferentemente en América, que no deja de ser una manera de encerrarse en si mismo. Globalización económica sí, pero acercar los centros de decisión de sus problemas. De la misma manera que muchos europeos ven en Bruselas una parte importante de sus problemas, hay norteamericanos que ven Washington y lo que representa como el culpable de todos sus males. Es también el resurgir de un sentimiento nacional que está de vuelta, como un valor importante en muchos países. Y que veremos si en los próximos años es capaz de destruir supraestructuras políticas que para muchos ciudadanos tienen mucho de artificiales. Y que puede permitir que en este nuevo orden mundial Catalunya tenga unas cartas mucho más importantes de lo que puedan parecer. Unas cartas que, cuando menos, dicen que las naciones acaban siendo lo que los ciudadanos quieren. Con Brexit o con Trexit.