Viendo a Felipe González, Joaquín Almunia, José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez celebrando este lunes los 40 años de aquel octubre de 1982 en que el PSOE obtuvo su primera victoria electoral, con una mayoría absolutísima de 202 diputados, es obligado echar la vista atrás. Ni mucho menos por melancolía, sino por las oportunidades desaprovechadas y que han ido quedando atrás en la transformación de un estado que salía de la dictadura y que la izquierda hubiera podido mutar de manera diferente. Lejos de eso, la visión de la Transición española tiene hoy una perspectiva donde los claroscuros son tan importantes que el dibujo resultante es un rey fugado a los Emiratos Árabes Unidos perseguido judicialmente por numerosos casos de corrupción, una España con una visión tan centralista que hasta cuesta decir que sea autonómica, ya que suena a exageración, y un estado donde la persecución política campa a sus anchas, la justicia se ha apoderado de competencias que no le corresponden compitiendo como un factor de inestabilidad democrática y la libertad de expresión es perseguida de una manera que no sucede en ninguno de los países de nuestro entorno.

No es, por tanto, un balance mínimamente halagüeño. Es cierto que se transformaron infraestructuras, se instauró la sanidad universal —eje fundamental del estado del bienestar—, se entró en la Comunidad Económica Europea y en la OTAN, y el Estado se modernizó de manera importante. Pero, al lado de estos logros de aquellos años, también estuvieron los GAL, cuya creación ya está totalmente acreditado que fue obra directamente del gobierno socialista y que la X de aquella operación ilegal fue Felipe González, y la gestión del golpe de estado del 23 de febrero de 1981 que tumbó a los golpistas Milans del Bosch y Tejero, pero dejó un peaje de renuncias, sobre todo autonómicas, que acabaron siendo irreversibles. El paso del tiempo ha ido dando una perspectiva diferente a lo acontecido en aquellos años y los entonces considerados logros han ido perdiendo buena parte de su magia. Como que una imagen vale a veces más que mil palabras, la fotografía del acto celebrado en Madrid, con un Felipe González con cara de enfadado y malhumorado, es justamente lo contrario a aquel presidente risueño y con fama de seductor.

Los socialistas se han acabado convirtiendo en un partido imprescindible para tapar la corrupción del régimen del 78, ya que lejos de situarse en la izquierda que se supone que les corresponde, han apostado por presentarse como el partido cohesionador de España y estandarte de la monarquía borbónica. Estas dos apuestas han estado siempre presentes en los últimos 40 años y este ha sido el gran servicio de los presidentes socialistas a la constitucionalmente hablando indisoluble unidad de España. Cerraron las aspiraciones de Catalunya con la LOAPA, que pese a que fue tumbada en parte por el Tribunal Constitucional —eran otras tiempos, también en el TC—, fue el primer retroceso serio del modelo autonómico. González y Alfonso Guerra hicieron realmente un café para todos, pero americano, no expresso. Incluso el café brillaba por su ausencia.

Pero, seguramente, donde le costará más al PSOE que la historia le sea benévola será en cómo ha tapado la corrupción de la monarquía, aun a costa de violentar la legislación hasta extremos difíciles de defender, lo cual ha empeorado enormemente la imagen de España en el extranjero. Los socialistas no han levantado alfombras, sino que han escondido debajo de las alfombras todo lo que podía ser objeto de una investigación. Así han vetado comisiones en las Cortes Generales, como si fueran el PP, Vox o Ciudadanos. Al lado de esta cara española, en Catalunya el destape de 2017 haciéndose cómplices de la aplicación del 155 y la suspensión de la autonomía catalana junto a Mariano Rajoy fue el corolario de un socialismo cada vez más parecido al PP. Una alianza que entonces hubiera parecido impensable entre aquellos socialistas de puño en alto y los políticos de la derecha, reciclados muchos de ellos de la dictadura franquista.