Una de las novelas que ahora mismo lo está rompiendo, si tengo que hacer caso de las críticas y las entrevistas que he leído sobre su autora, es Sweetbitter. Escribo el título en inglés porque la obra no está traducida. El libro describe el proceso de maduración de una chica que se busca a sí misma en Nueva York, mientras trabaja en un restaurante de moda en Union Square. 

La autora es una rubia de ojos azules, que se llama Stéphanie Danler y que está como un tren. Desde que Helen Fielding se puso existencial, la literatura femenina se ha convertido en una máquina de vender libros. La vida íntima de las mujeres, igual que la de los asiáticos, los africanos o los homosexuales, despierta más curiosidad que la del hombre blanco heterosexual.

Se han escrito muchas historias de chicas que llegan a una gran ciudad. Novelas que describen el negocio de la restauración también han salido un montón en los últimos años. Dicen que el editor que compró los derechos del libro por un millón de dólares accedió a leer el manuscrito porque era cliente habitual del bistrot donde Danler trabajaba de camarera, en el West Village.

Un restaurante de moda es un plató excelente para explicar el drama y el encanto de una gran ciudad. Adaptar el cuento de la Cenicienta a las fantasías del lector de suplementos de prensa también ayudará a la promoción del libro –el talento no es suficiente para triunfar, de lo contrario la vida sería demasiado justa–. Aunque las páginas que he leído están bastante bien, no me parecen un destello deslumbrante de genio capaz de superar cualquier filtro. 

Creo que la clave comercial de Sweetbitter radica en el hecho de que su autora se mira el mundo a través de su relación con el placer físico, y que lo hace de una manera muy didáctica, con una sutil y cruda melancolía. Comer y follar bien son las dos principales aspiraciones de la mayoría de personas que viven en las grandes ciudades y el libro explica la vida urbana y la educación sentimental de una chica joven a través de la gastronomía y el erotismo.

En una entrevista, la autora dice que se ha quedado con ganas de escribir una escena de sexo anal bien larga con el mismo nivel de detalle que describe la sensación de beber vino o comer ostras. Al leerlo corrí a comprar el libro. Hace tiempo que el relato de los placeres carnales va cayendo en manos de las mujeres y tengo mucha curiosidad por ver cómo evoluciona esta tendencia. 

Hasta ahora siempre que las mujeres se han puesto sibaritas el mundo se ha ido a hacer puñetas. Una cosa es que haya una Anaïs Nin, o una Amélie Nothomb, para citar a una autora viva. Nothomb acaba de sacar un libro lleno de borracheras mágicas y burbujas de champán mucho más brillante y embriagador que el de Danler.

Una cosa es que haya una élite de mujeres libertinas y otra diferente que el relato hegemónico del placer lo tengan señoras. Eso es una revolución cultural de primer orden. No digo que sea nada nuevo, pero me parece que esta vez tampoco funcionará si a medida que las mujeres cambian su relación con el placer, no cambian también su relación con los hombres. 

Yo ya entiendo que el cuerpo de una mujer es una máquina explosiva de sensaciones muy difícil de domesticar. Pero las mujeres que se quieren liberar deberían dejar de justificar o enmascarar su tendencia femenina a la lujuria con discursos de princesa. Si en vez de hacerse las traumatizadas o las desvalidas, tuvieran una relación más honesta con el deseo y la ambición, el placer saldría más barato a los hombres y todos estaríamos más contentos. 

En el mundo clásico cristiano si el hombre llegaba a Dios a través de la mujer, la mujer llegaba a través del sexo anal. Durante el coito, si estás lo bastante inspirado, siempre hay un momento que el ano de la chica clásica te dice: "ven ven". Es el momento que la chica se abandona al amor. Es el momento que la mujer apaga la calculadora y se da cuenta de que te ama de forma sincera. Es por eso que cuando el sexo anal se practica en el instante preciso parece una casualidad poética y no hace daño. 

Desde los años noventa el número de mujeres jóvenes que dicen practicar el sexo anal se ha duplicado. No sé hasta qué punto eso quiere decir que hablamos más libremente o significa que el ano de las chicas también ha aprendido a hacer comedia. Una de las cosas que el libro de Danler explica bien, aparte de los tipos de vinos, de lechugas, de tomates y de ostras que podemos disfrutar, es que el placer no siempre nos lleva allí donde esperábamos. El libro coge el lector de la mano y, a través de la vida del restaurante, va explorando los límites entre el placer y la lujuria.

Según leo en una crítica, hay un momento que la protagonista se pregunta si se ha convertido en un monstruo o si notar el peso de la culpa es el precio que hay que pagar para sentirse persona. Cuando la fiebre feminista pase, me da la impresión que esta pregunta ganará fuerza. De momento, muchas prefieren disfrutar de la fiesta mientras dure. No digo que sea mala idea. Yo sólo aviso. Cuando el monstruo venga para ajustar cuentas, y les pellizque el estómago y les haga pensar en flores cortadas y carne corrompida, mejor que no se asusten.

Como dice Danler, el arte de vivir –como el de escribir– consiste en acostumbrar el paladar al sabor amargo hasta poder sentir el dulce. Como saben los sibaritas, el sabor amargo es el que se nota de forma más intensa en los paladares finos.