Este artículo también podría titularse Paul Giammati, un Mr. Scrooge de los años 70, y se le haría una más que merecida justicia. Pero de entrada, no; Los que se quedan no es ninguna nueva adaptación del Cuento de Navidad de Dickens. No obstante, sí que es una fábula ambientada en estas fiestas que está nominada a los Premios Oscar. Y su protagonista, un profesor que abraza el cinismo como mecanismo de defensa ante la soledad, y que trata a sus alumnos como problemas sin solución, tiene el mismo espíritu navideño que el célebre señor Scrooge.
 

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La trama del nuevo filme de Alexander Payne (el director de las estupendas Entre copas y Los descendientes, por las que ganó dos premios Oscar a mejor guion adaptado) nos sitúa en 1970, en un exclusivo internado de Massachusetts para alumnos de casa buena. Llegan las fiestas de Navidad, y un puñado de chicos, que por unas cosas o por otras no pueden pasar estos días con su familia, se tienen que quedar en la escuela bajo la vigilancia del señor Hunham, profesor de Historia Antigua fascinado con las Guerras Púnicas, un misántropo que no deja de refunfuñar ni ser un auténtico malnacido con los estudiantes ("la adversidad forja el carácter", les dice mientras los putea). Es el docente más odiado por los chavales, le dicen 'El Bizco', y tampoco es muy apreciado por sus compañeros de trabajo. También tiene una inteligencia superior a cualquiera de los habitantes de la escuela, y un sentido de la ética que lo enfrenta con las corruptelas del rector, que obliga a Hunham a hacer de policía de los alumnos después de suspender al hijo de un político bienhechor del centro.

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Pronto, sin embargo, las circunstancias harán que de los cinco alumnos señalados y sin vacaciones solo quede uno, Angus, un joven brillante que se subleva constantemente, marcado por una situación familiar complicada. Los que se quedan, pues, acaba señalando la particular relación que se crea entre maestro y estudiante, con la atenta mirada de la tercera en discordia, Mary, la responsable de la cocina del centro. Tres personajes obligados a pasar juntos la Navidad; tres almas perdidas que enseguida mostrarán las heridas emocionales profundas que los unen, de una manera mucho más sólida que las evidentes diferencias que los separan.

Hal Ashby, el fantasma de las Navidades pasadas

Dicen que ya no se hace cine como el de antes, una afirmación que acostumbra a sumar la obviedad de los tiempos que nos ha tocado vivir con la nostalgia. En el caso de Los que se quedan, Alexander Payne parece rebelarse a los dictados de la industria, porque su propuesta, aparte de estar situada a principios de los años 70, también regala la insólita sensación de estar delante de una película rodada en aquella creativamente insuperable década, la del Nuevo Cine Americano, la que quería desligarse de las imposiciones de los grandes estudios, la que está marcada por el talento de los Scorsese, Coppola, Lucas, Friedkin, Cimino o... Hal Ashby. Y es que en el filme que nos ocupa planea la sombra del último cineasta del listado, quizás el menos recordado de aquella sensacional generación, autor de obras fabulosas a redescubrir como Harold y Maude (1971), El último deber (1975) o Bienvenido Mr. Chance (1979).

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Alexander Payne parece subirnos a una máquina del tiempo con un filme que, desde el primer segundo, adopta las maneras del cine de los 70: las cabeceras de las productoras de Los que se quedan en los títulos de crédito iniciales son deliberadamente retro, hay efectos de desgaste (rayadas en la imagen, estallidos de distorsión en el sonido), e, incluso, si os fijáis, veréis que allí donde se indican los derechos de autor hay una chocante fecha de producción en números romanos: MCMLXXI. También la apuesta estética vintage, el trabajo con la imagen y la fotografía del danés Eigil Bryld, los recursos narrativos que utiliza el guion, o quizás el más obvio, el de su banda sonora (donde, entre otros, suena el The Wind de Cat Stevens, otro guiño a Harold y Maude).

Menos acondicionado por la inmisericorde mirada sociopolítica de un representante de la contracultura como era Hal Ashby, Alexander Payne prefiere poner el foco en las emociones de los personajes

Ninguna duda, pues, de las intenciones del cineasta, admirador de una manera de hacer cine de la que nos separa medio siglo. Menos condicionado por la inmisericorde mirada sociopolítica de un representante de la contracultura como era Hal Ashby, aunque la sombra de la Guerra de Vietnam está bien presente, y también la lectura especialmente crítica con la clase más privilegiada del país, Alexander Payne prefiere poner el foco en las emociones de los personajes. Con un punto de partida que nos recuerda a aquel referencial El Club de los Cinco (1985) de John Hughes, Payne también cambia las constantes y el mensaje habituales de las películas de profesores inspiradores (el protagonista no es, ni de lejos, un émulo del John Keating de El Club de los Poetas Muertos), aunque en algunos momentos encontramos ciertos paralelismos.

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Tres interpretaciones de Oscar

Capítulo aparte merecen las interpretaciones de tres actores con ángel: Paul Giamatti (visto últimamente como malvado demente en las 30 monedas de Álex de la Iglesia) se reencuentra con el director, casi 20 años después de Entre copas, para construir un personaje herido, sin habilidades sociales, y que odia profundamente el elitismo y la falta de esfuerzo de muchos de los chicos a los que intenta trasladar, sin mucho éxito, su pasión por el mundo antiguo, y que tiene también alguna cosa del Ignatius Reilly de la novela de John Kennedy Toole La conjura de los necios. En algunos momentos, es inevitable ponerse de lado del profesor Hunham, delante del grupo de pequeños monstruos mimados y privilegiados que tiene por alumnos, y de las corruptelas de los que gestionan tan prestigiosa institución. Al fin y al cabo, nuestro hombre utiliza sus armas a conciencia, como haría cualquiera de nosotros en su situación.

Acompañan a Giamatti el debutante Dominic Sessa y Da'Vine Joy Randolph, en la piel, respectivamente, del rebelde Tully y de la cocinera Mary, destrozada por la muerte de su hijo, reclutado por el ejército para luchar en el Vietnam a diferencia de la gran mayoría de alumnos de la escuela, beneficiados por los contactos con las altas esferas de sus padres millonarios. Ella protagoniza dos de los momentos más emotivos de Los que se quedan, en una escena de una fiesta donde suena la música de Artie Shaw y en otra donde abre una caja de recuerdos de su hijo cuando era bebé. Giamatti y Joy Randolph están nominados al Oscar, como la misma película. Con todos estos ingredientes, Alexander Payne cocina una melancólica fábula sobre tres personajes aparentemente antagónicos que acabarán aprendiendo muchísimo los unos de los otros, una historia (y ahora cogemos la bola de cristal) destinada a convertirse en futuro clásico para disfrutar en fechas navideñas.