Me lo notaba antes de la pandemia. Iba a la barra con el último culín en el vaso. Todavía frío. O a media bebida en el peor de los casos. Me escapaba a la aventura de los baños a menudo. Como si en vez de vejiga tuviese una cañería agujereada. Miraba el móvil como si allí se transmitiese el concierto. O, la peor de todas: me apuntaba a cualquier conversación ajena, siempre a grito pelado. Jodiendo al resto y a las cuerdas vocales de uno.

Volvieron los festivales y con ellos los tics. Y un pensamiento recurrente: ¿Soy ya mi padre?

Después empecé a perderme por los recintos. “Voy a ver a…”. Y simplemente vagabundeaba, esperando a que llegase la hora de mi artista favorito. De vez en cuando encontraba miradas cómplices: ¿Tú también… Te estás aburri…? Pensaba. Movía un poquitín los labios, fuego tímido en una isla desierta para buscar rescate: no me atrevía a soltar semejantes palabras en el templo de la diversión. Durante el parón por la Covid 19 los eché de menos. Tenía nostalgia de esos mejores momentos. De los brazos al cielo en Underworld, la llorera insensata en Residente, la pura emoción de la primera vez con The Blaze. Curado. Me dije. Nada de eso. Volvieron los festivales y con ellos los tics. Y un pensamiento recurrente: ¿Soy ya mi padre?

Aburrimiento

Es desconcertante aburrirse en el invento de ocio más en auge de nuestra generación. ¿Hubiese boicoteado también el momento álgido de los casinos, las carreras de caballos, los parques de atracciones, si hubiese nacido en otra época? Qué mierdas me pasa. Después de varias pulseritas más en la muñeca, dije basta. Si algo no querría que fuese esta sección estival es el puro asco de la pataleta del privilegio. Pero quien más quien menos ha ido a algún festival. A alguna docena en el último año. Ese basta no fue heroico, pero me valió unas cuantas explicaciones a mi entorno y no pocas comidas de olla de hasta qué punto era un aburrido, un antisocial, un soso, un flojo, un reprimido, un viejo. ¿Dónde habían quedado mi juventud y la efervescencia nocturna? ¿Ya no me gustaba la música?

Es desconcertante aburrirse en el invento de ocio más en auge de nuestra generación

En una de estas vueltas furtivas intenté anotar mentalmente qué cosas ya no me hacían tilín. La idea, supongo, era darme una tregua –”tratarme bien”, dice mi terapeuta– y ver si había algo que yo estuviese exagerando. A lo de los precios desorbitados y las marcas por todos lados, le di un pase. No haber venido, me dije. Y luego, volvió el castigo: obligaciones de curro a parte: ¿Y dónde veo a Fred Again.. si sólo estará aquí, porque ahora casi todo pasa aquí y no en las salas? ¡A saber cuando viene de gira! Bueno, el mercado va como va, tio. Es lo que hay. ¿Y el fomo? ¿Qué pasa con el fomo? Eso te lo provocas tú. No-pasa-nada-por-no-estar-allí. Después pensé en los horarios. En lo cansadísimo que estaba. En lo tardísimo que es todo siempre: ¿Por qué no puede tocar For those I love a las 16h? En plan warm up de los festivales de techno de Berlín y Amsterdam. Pronto. Ritmo circadiano intacto.

aglomeracion de personas en primavera sound / David Zorrakino / Europa Press
"Después de varias pulseritas más en la muñeca, dije basta" / David Zorrakino / Europa Press

Macrofiesta de cumpleaños

Lo de la hora no me pareció una razón de peso. Así que volví sobre los precios: los festivales se están convirtiendo en Fiestas Mayores de toda la vida (música, comida y bebida) pero veinte veces más caras. Y otras tantas menos accesibles. Es cierto que los hay que dedican en abierto alguna parte de su programación. Pero la mayoría no es así y hay unos findes al año, fomo here we come, en que muchos deben sentirse en sus pantallas, corriendo stories, como los que han sido invitados a la macrofiesta de cumpleaños a la que va toda la clase (toda la ciudad y la mitad de Inglaterra).

Los festivales se están convirtiendo en Fiestas Mayores de toda la vida (música, comida y bebida) pero veinte veces más caras

Hay opciones más pequeñas, diréis. Sí. Tampoco, a no ser que sean muy pequeñas, tienen precios demasiado más asequibles. Si tienen lucecitas de esas blancas y palés de madera por asientos, en general, no las puede pagar todo el mundo. A todo esto, no me había movido del sitio. Estaba intentando salir del amontonamiento de un bolo. Cuando dejé de estar ensardinado, volví a darle vueltas, ya en marcha. Primera parada, los baños. Segunda, las barras. Tercera, la fila 1.142 de una de las bandas noventeras que no había tenido oportunidad de ver hasta el momento. Ni vi. Ni escuché. Ni yo, ni los otros nacidos en los noventa a mi alrededor: nos reconocemos, no son muchas las caras de menos de treinta en la mayoría de festis. Los de menos de treinta no tienen con qué pagarlo. Mis camaradas de generación no gustaban de estar por el bolo. Hablaban y hablaban. De la ofi, del increíble concierto anterior, de MDMA. Tal vez estuviesen enganchándose a una conversación cualquiera para no mirar el móvil compulsivamente.