Bajo de casa cogiendo la calle de Sant Sever y enseguida, solo son treinta pasos, llego a la entrada renacentista posterior del Palau de la Generalitat. Este es mi portalón favorito de todo el edificio: antiguamente, cuando teníamos sed de Imperio, en esta zona de Palau guardábamos las armas; tiempo después, y a falta de ejército, los hombres sabios de la Mancomunitat pusieron montañas de libros. Cavilo sobre cañones y literatura —¡qué matrimonio más feliz y necesario!— mientras un ujier de la Generalitat me acompaña hasta la entrada del Saló Sant Jordi, guiándome como si fuera un niño (deben tener miedo de que los cronistas nos escapemos de la ruta convenida y acabemos escribiendo algo de interés). Mientras cruzo el Pati dels Tarongers, veo a lo lejos al conseller Quim Nadal sentado en un banco, cansado y sabio como un oso a punto de hibernar, aleccionando con desgana al camarlengo Sergi Sabrià.

Es mediodía. Me esperaba una hilera impaciente de conciudadanos, sin embargo, quién sabe si por la lluvia (o porque, en el fondo, los escritores aquí nos dan bastante igual), solo hay un par de mossos vestidos con alpargatas... y muy poca peña. Antes de reencontrar a Espinàs, el cuerpo muerto del escritor, me cogen ganas de embelesarme un rato con la gran capilla del barcelonés Pere Blai, pero enseguida me sorprende la mise-en-scène del velatorio. Alrededor del féretro, veo una corona de flores; algún cráneo privilegiado de la administración también nos ha puesto un escritorio con unos diccionarios, una Hispano-Olivetti Studio 46 y una camiseta del Barça con su apellido. Es tremebundo como esta nuestra cojones de Catalunyeta es capaz de folclorizar todo lo que toca, incluso la figura de un hombre tan austero como Espinàs. Lo acabamos haciendo todo pequeño, como de estar por casa, sin ninguna grandeza ni virtud.

Lo explicará horas después la escritora Tina Vallès en un tuit con la fotografía de la escena: "No puedo evitar pensar cómo lo vería, él, todo esto. Leedlo, solo leedlo. El resto sobra y no lleva a ningún sitio. Cuando estaba vivo, los últimos años, ¿quién se acordaba de él? ¿Dónde estaban todos sus libros? ¿Quién lo leía?". No hay que añadir nada más. O sí, ya que estamos, porque nuestra tribu es especialista en canonizar a sus obreros de la letra sin haberlos leído y cantarles las glorias cuando ya es demasiado tarde. Sería muy interesante, como dice Tina, saber cuántos ejemplares de Espinàs podríamos haber encontrado hace nada más una semana en las librerías de todo el país y, puestos a cuestionarnos, saber qué ha hecho nuestro sistema cultural para que uno de los articulistas más leídos en nuestra lengua acabara escribiendo en un diario español y bilingüe como El Periódico. Preguntas incómodas a la sombra de un muerto.

Mientras pienso todo esto, intentando esconderme en un rincón de este panteón kitsch, veo que Isabel Martí se me acerca a la velocidad de una princesa enviudada y me coge del brazo para charlar. Cuando me habla de Espinàs, la cara se le enamora de luz y me falta poco para pedirle que bailemos un vals delante del pesebre que le han montado a su adoradísimo escritor. Yo le digo que de Espinàs a mí siempre me ha interesado mucho cómo escondía tanta mala leche en un estilo de apariencia gélida; citando torpemente a Enric Vila, le confieso que Espinàs me conectaba con aquella clase de hombres que había luchado para que los orígenes de la Catalunya anterior a la Transición no se olvidara. Isabel me dice que Espinàs era un hombre medio inglés en tierra de bárbaros y, en efecto, me recuerda algunas anécdotas que certifican su carácter fuerte y musculoso, mientras me va repitiendo: "¡Eso no lo escribas, sobre todo!".

Tenemos una extraña adicción al silencio, en este país nuestro. Cuando acabamos de charlar, Isabel me pregunta si mañana querría decir unas palabras en el funeral del escritor. Me coge totalmente a contrapié y dudo muchísimo. No conocía personalmente a Espinàs, porque siempre he recelado de tener contacto con maestros y admirados en general y, a pesar de mi oceánica vanidad, creo que no lo acabo de merecer. Le pregunto quién intervendrá en el acto. Cuando me dice la nómina de glosadores, típicamente procesista, me voy animando un poco. "Solo lo haré si te hace ilusión y crees que a él le haría". Dice que sí, que no quiere que la cosa quede excesivamente "fifi" y que le gustaría que hablara un hombre de verdad (esto lo tenía que explicar, Isabel; si te lo repiensas me lo dices, ningún problema, pero estoy contigo que un poco de alegría y mala leche pegará para la ocasión). Las capillas tienen que ser ardientes.

Hecha la visita, en el santuario solo veo a personas mayores a las que Espinàs ayudaba a reconectar con el espíritu vivo de su juventud catalana. Gente desencantada, supongo, con este presente nuestro político que juega siempre a empatar. Me encuentro con el maestro Ros Marbà, músico nonagenario, que se mira la tumba del Espinàs con aquel rostro miedoso de quien espera el turno. Después llega Xavier Trias, el último intento del régimen para devolvernos a una Barcelona autonómica, pacificada y aburrida. Si llegan los políticos, es hora de marcharse. Cuando salgo del lugar, como por arte de magia, una escolta de prensa me acompaña hasta la plaza de Sant Jaume. Los funcionarios no han podido evitar que, en esta canonización tan ramplona, haya pequeños cambios de guion. Y ahora ya basta, que me toca escribir un panegírico. Austero, pero con mala leche. Solo faltaría. Letras y cañones. Letras y cañones. Letras y cañones.